martes, 22 de octubre de 2013

El llanto de los supervivientes

(Arriba, pintura de Brigid Marlin sobre la "Visitación", momento estelar de comunicación entre dos bebés en el vientre de sus madres)

La investigación acerca de las neuronas espejo aún está en pañales, y lo mismo sucede con muchos aspectos de la neuropediatría. En general, los científicos están de acuerdo en que los bebés (incluso antes de nacer) ya perciben mucha información del entorno a través de sus sentidos. Parece ser que al menos determinados sonidos, luces, e incluso sabores y tal vez olores atraviesan la barrera placentaria. Y no sólo eso: parece que los bebés son también muy sensibles a los estados anímicos de la madre, estados que les son retransmitidos a través de los pulsos físicos (latidos del corazón, sonidos de la respiración, fluctuaciones hormonales asociadas a los diferentes estados, etc) y que, por lo tanto, les afectan carnalmente tan de pleno, que el bebé termina viviendo, digamos que por "inmersión", los mismos estados que la madre.

Sin embargo, la ciencia también se inclina a creer que, dado que el cerebro infantil nace muy poco desarrollado (en comparación con el estado que alcanzará cuando ese ser se convierta en adulto), y dado que, por ejemplo, la zona que se asocia en investigaciones a la "empatía" es una de esas zonas que no nace funcionando a pleno potencial, los bebés en general "sienten poco" lo que los demás sienten. Eso explicaría el mal llamado egoísmo infantil, esas etapas de crecimiento en las cuales un niño necesita reafirmar constantemente que todo es suyo, que él es lo más importante del mundo, etc.

Personalmente, cuando me detengo a observar esta cuestión desde la perspectiva puramente intelectual, me quedo confundida. ¿En qué quedamos? ¿Siente o no siente un bebé, o un niño pequeño, los estados emocionales ajenos? ¿Empatiza o no lo hace? ¿No se está demostrando la fusión emocional entre un bebé o niño y sus principales cuidadores o "figuras de apego" (como las nombra la literatura de género)? Entonces ¿por qué seguimos pensando que, en otros sentidos, un niño siente a los demás menos que un adulto? De acuerdo, su cerebro está a medio desarrollar, pero ¿acaso sentimos sólo o únicamente con el cerebro? ¿Qué hay de las otras zonas corporales repletas de neuronas y , por lo tanto, de receptores a los estímulos externos? En cuanto al egocentrismo infantil, atribuirlo a algo como que su pobre y pequeño cerebro no da más de sí, ¿no implica la presuposición de que ese egocentrismo es un signo de inferioridad o incluso una especie de síntoma de discapacidad infantil, como si un bebé naciera poco preparado para la vida que le espera en el mundo?  ¿Y si no fuera así?

¿Y si el egocentrismo infantil no partiera de una incapacidad para sentir a los demás, y en lugar de eso surgiera de un mecanismo instintivo pero inteligentísimo (en suma, EFICAZ) para mejorar las probabilidades de supervivencia en un entorno donde se es, a causa de la vulnerabilidad del físico de un bebé, más débil que el resto? ¡Es muy fácil ser generoso y desprendido cuando se es adulto, se tienen o han tenido -y disfrutado- montones de cosas, y se tiene la capacidad de moverse con libertad para ir tomando de la vida aquello que deseemos! Por así decirlo, ser desprendido en esas condiciones tiene muy poco mérito. Pero ¿nos hemos detenido a imaginar cómo se siente un bebé o niño que depende de los adultos para todo, y que se puede permitir muy pocos espacios y momentos en los cuales poder disfrutar de algo "por sí solo"? ¡A lo mejor resulta que el ansia de los niños por retener las cosas consigo y no quererlas compartir sólo expresa la frustración que sienten en otros ámbitos de su vida, donde se saben y se sienten -con razón- muy poca cosa en términos físicos, viviendo una vida llena de incertidumbre.

Estoy elucubrando, claro está, cosa que, por otra parte, es una actividad muy típica del hemisferio izquierdo, y de toda nuestra parte cerebral asociada a lo intelectual. Pero como ejercicio de elucubración es válido preguntarse ésta y muchas otras cuestiones. Eso sí, ahora voy a hacer un salto de los míos. Voy a abandonar el predominio del lado izquierdo y de esas zonas cerebrales tan educadas para regirse únicamente por las pruebas, los datos intelectuales y las razones razonables, y voy a sumergirme de lleno en el sentimiento crudo y sin censuras. El mío, claro está, así que ya digo de antemano que, a partir de ahora, lo que diga va a ser totalmente subjetivo, puesto que es parte de mi cosecha de "sensaciones sentidas" en sesiones de auto terapia.

Me retrotraigo, ahora, a los días inmediatos al nacimiento de mi hijo. He de decir que yo tenía unas ideas preconcebidas acerca de cómo sería la crianza, y según estas mi hijo sería un bebé plácido y feliz...Tuve un parto "de libro", es decir, casi casi perfecto (según los manuales del "buen parto en casa") así que, según las estadísticas y las afirmaciones habituales en todas esas investigaciones pediátricas y obstétricas, mi hijo debería nacer sin llorar, casi sonriendo (o sin casi), se "engancharía" al pecho enseguida y todo transcurriría así, en un estado beatífico...Por eso me sorprendió tanto que mi pequeño naciera llorando y no dejara de llorar en un buen rato. Tan sorprendida estaba que recuerdo que le pregunté a mi pareja: "Pero, ¿por qué llora?" Me había pasado el embarazo intentando conectarme con el sentir de mi hijo, comunicándome con él en silencio, y por eso me había hecho a la idea de que, cuando éste naciera, la comunicación mutua seguiría igual. Nos entenderíamos sin palabras, etc.

No fue así. Por el contrario, me encontré con un bebé cuyo llanto casi constante yo no entendía, porque además no había razones médicas (ni de otro tipo que resultaran evidentes) que justificaran su llanto. Mi pequeño no quería, por otra parte, estar con nadie más que conmigo, pero entraba en un estado de tal nerviosismo y llanto si, por unos instantes, lo dejaba despierto en el moisés para, por ejemplo, ir al baño o ducharme, que me encontré viviendo una situación para la que nadie me había preparado. Yo recordaba perfectísimamente la estampa de mis hermanos pequeños durmiendo plácidamente en sus cunitas durante horas seguidas, o pasando el rato en brazos ajenos (no de su madre) sin mayor problema. ¿Qué le pasaba a mi pequeño? ¿Por qué estaba tan inquieto, tan nervioso, tan desasosegado?

Si yo hubiera leido antes libros o artículos acerca del concepto de "apego" en la crianza, hubiera llegado a la conclusión de que me había "tocado en suerte" un hijo "de alta demanda", es decir, según esas teorías, sencillamente mi hijo tenía un instinto más feroz y despierto que la media, de manera que experimentaba un viejo (y eficaz) mecanismo de supervivencia, consistente en reclamar a gritos la constante presencia de su madre. Durante cientos de miles de años, la supervivencia de los bebés ha dependido de eso, puesto que el ser humano ha vivido de manera integrada en una naturaleza llena de depredadores y peligros, en la cual un bebé que se queda solo un instante no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir. Pero claro, ya lo he dicho: yo no había leído nada acerca de esas teorías (Las descubrí bastante más tarde en el libro "El concepto del Continuum" de Jean Liedloff) así que estaba perpleja y, lo que era peor, angustiada.

Por suerte, tenía todo un bagaje chamánico a mis espaldas. A falta de unos libros que todavía no tenía, (por no tener, ni internet tenía en ese momento) podía intentar averiguar por mis propios medios lo que le pasaba a mi hijo. Además, y precisamente debido a toda mi larga experiencia como humana más "sintiente" que la media, temía que mi pequeño estuviera sufriendo alguna clase de terror o angustia producida por realidades de las llamadas "invisibles", entidades del mundo sutil y esa clase de cosas.

Me costaba, sin embargo, entrar en trance porque, si algo caracteriza a una crianza en esas condiciones, es un constante estado de alerta y mucho cansancio, factores ambos que son antagonistas con aquello que facilita el "percibir" las cuestiones sutiles. Pues, generalmente, para sentir lo que habitualmente no se siente, uno debe tener cierto sosiego, cierto silencio, y además un estado mental lúcido. Todo eso es imposible con un bebé que se retuerce y llora en tus brazos, o después de haberte pasado días sin dormir más de una hora seguida.

Finalmente, la propia desesperación me indujo a hacer el esfuerzo necesario para "sentir" eso que acongojaba a mi hijo y que se me estaba pasando por alto. Sucedió una tarde en la que me quedé sola en casa. Mi hijo sólo aceptaba estar en mis brazos, en mi pecho, y lloraba incluso si yo cambiaba de posición. Durante horas no pude ir al baño ni cambiar de postura, me dolía el cuerpo (hacía tan sólo unos pocos días que había parido) y me empecé a sentir tan agobiada que me dije que aquello no podía continuar así. Entonces, en lugar de entrar en una crisis de lamentaciones, hice un acopio de energía y de determinación, centré mi consciencia y pedí ayuda internamente a mis Guías para que me acompañaran y ayudaran a solucionar aquella situación. Luego me puse como pude en estado receptivo: ¿Qué podía hacer? "Siente a tu hijo"- me respondieron. Protesté diciendo que llevaba dias intentando entenderlo, sin éxito, pero los Guías insistieron: "Es que no te has abierto a sentir lo que él siente. Sólo te has preguntado mentalmente qué le sucede, lo cual no es lo mismo que abrirte a experimentarlo en tí misma".

Tuve que admitir que tenían razón. Así que hice otro esfuerzo y cambié de chip, por así decirlo. Dejé de pensar y me di internamente la orden (¿o el permiso?) de abrirme a sentir. Y en ese instante sentí de manera vívida un miedo atroz a...¡a ser abandonado! Pero, un momento ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía mi hijo tener ese miedo, si no había nada más lejos de mis pensamientos que la idea de abandonarlo? ¡Me quedé perpleja!

Pero sí, ahí estaba el miedo. Entonces, gracias a mi capacidad de traducir sensaciones y energías emocionales en forma de diálogo interno, le pregunté a mi hijo si realmente eso era lo que sentía. A lo cual me respondió que sí, pero que esto no se debía, tal como yo estaba pensando, al hecho de que pensara (con su parte racional) algo del tipo "Oh, Dios mío, mis padres me pueden abandonar" sino al hecho de que sentía el miedo al abandono de miles de otros bebés e incluso el abandono REAL que muchos estaban experimentando". Esto me dejó aún más sorprendida, pero no censuré el diálogo. Simplemente respondí lo único que se me ocurrió: "No te preocupes, yo no te voy a abandonar".

Pensé que al decirle eso mi bebé dejaría de llorar, pero no fue así. Entonces, volví a preguntarle internamente cómo podía aliviar eso, o ayudarle. Y entonces me dijo una frase que no olvidaría jamás: "Si me quieres, ayuda mis hermanos". En ese momento empecé a llorar, conmovida. ¿Cómo podría yo ayudar a "sus hermanos"? Me encontraba confinada en un rincón del planeta, sin grandes medios a mi alcance. ¿Cómo podía luchar contra algo tan enorme como el abandono infantil? El shock que sufrió mi mente racional fue tan grande que aquel diálogo se extinguió.

Los Guías acudieron a mi rescate, sin embargo, explicándome algo que me dejó profundamente impactada: No era sólo mi hijo quien sentía lo que sentían todos sus demás hermanos. De hecho, TODOS los bebés nacían experimentando un estado de Unidad que los adultos ya no recordábamos, de manera que eran profundamente sensibles a la suerte que corrían sus "hermanos". Luego, lo cierto era que cada bebé era más sensible a unos temas que a otros, pero a pesar de todo, nacían experimentando un nivel de Unidad/Fusión con el entorno mucho más elevado que el de cualquier adulto "normal", con lo cual a veces  eran asaltados por innumerables sensaciones y emociones procedentes del entorno, sensaciones y emociones en las cuales nosotros ni siquiera reparábamos por considerarlas alejadas o ajenas.

En cuanto a lo de "ayudar a sus hermanos", el consejo de los Guías fue archi típico, y consistió en el clásico "Ya lo entenderás mejor en su momento". Por último, me dijeron que lo que acababa de sentir debería ayudarme a no juzgar como "malo" o erróneo el llanto de mi hijo, y que una vez yo abandonara ese juicio negativo hacia su expresión emocional, todo mejoraría.

Han pasado los años, y he decir que los Guías tenían razón. En aquel momento yo no podía entender bien aquello de "ayudar a los hermanos" de mi hijo. Porque, de entrada, ni siquiera había comprendido la realidad que experimentan muchos bebés y niños. Creía, en aquel entonces, que el sufrimiento del abandono sólo aludía a los casos en los que literalmente una madre abandona a su hijo permanentemente. Hoy sé que el sufrimiento del abandono lo experimentan, en algún grado, todos los bebés (y niños pequeños) que se ven privados del contacto de su madre antes de sentirse lo suficientemente maduros o seguros de sí mismos como pasar amplios espacios de tiempo a solas. Hay también una forma de abandono emocional que se produce incluso estando presente la madre. Existen muchas mujeres que cuidan físicamente de sus hijos, pero cuyo corazón y sentidos están muy lejos, en otra parte...Y en ese sentido hube de batallar yo, porque ése fue mi punto flaco en muchos momentos. Yo era abnegada en lo físico, pero tendente a "estar en otra parte", y éste era un abandono sutil, pero no menos real que los otros. Un abandono al que mi hijo temía, y con razón...

Con los años, esta experiencia me ha ayudado a situar en su justa perspectiva otras anécdotas de mi vida interior, y también de mi proceso terapéutico. Por ejemplo, en una ocasión sufrí una regresión muy traumática en la cual un adulto familiar abusaba de mí, siendo yo muy pequeña. Los recuerdos eran visualmente borrosos, porque procedían de un tiempo muy remoto, pero fueron muy intensos en otros sentidos. Fue escalofriante "revivir" cómo todo mi cuerpo se tensaba con  desagrado, angustia y pánico ante "aquello" que me estaba sucediendo, y reviví una emoción de enorme impotencia y de resignación fatal, del tipo "Esto es lo que hay, esto es la vida, estoy en manos de alguien así". Muchas veces, después de aquella regresión, intenté recabar más información para saber si aquello de verdad me había sucedido o, por el contrario, podía tratarse de una memoria de "otra vida" o incluso de un trauma ancestral heredado, ya que ya sabía por experiencia que uno puede recordar, en estado de trance, cosas que no ha experimentado literalmente en su cuerpo.

Pero si mi hijo recién nacido había experimentado en su ser el abandono que otros bebés sufrían, y había llorado a causa de ese dolor, entonces...¿quién me aseguraba que yo, siendo pequeña, no había podido conectar con el trauma de los abusos sufridos por otros niños? No tenía respuestas para eso, porque aquel hecho, de haber sucedido, era actualmente indemostrable y casi, casi, in-investigable. Tanto si me había sucedido a mí, como si se trataba de un trauma heredado, no había modo humano de remover aquel asunto de manera científica (lo único que hubiera apaciguado a mi mente indagadora) por ejemplo interrogando a la gente que tuve alrededor cuando era niña. Algo así se oculta por norma, y es tan espantoso que no se admite ni su sugerencia, porque enseguida se considera ofensiva y monstruosa. Pero si hablamos de un trauma de "otra vida" aún es más difícil investigarlo. Y más cuando el recuerdo que yo "reviví" partía de los extrañados y aún inmaduros ojos de un bebé...

Los Guías pusieron un día punto final a mis elucubraciones con estas palabras: "En determinado nivel del ser no es tan importante averiguar quién sufrió esto, sino saber que cualquier atrocidad de este tipo afecta a todos los niños, aunque no la sufran en su carne. Tú sabes que a tí te ha afectado esto, y te afecta. Asúmelo, pues, y deja de oscilar entre el rechazo y la aceptación, todo porque no sabes si esta memoria es "tuya" o "ajena". Lo más importante que debes aprender de esto es que todo cuanto sufra un niño afecta a los demás. Por eso, todos los pequeños que no han sufrido abusos, sufren en una parte de su ser el trauma del superviviente, un trauma similar al de los niños que asisten al asesinato de sus amiguitos durante las guerras; o al de los pequeños que ven cómo sus padres golpean a sus hermanos; o al de los que, en la escuela, son testigos del acoso y humillación que sufren otros, etc."

"El trauma del superviviente es tan enorme que llega a producir pánico y horror incluso en los bebés que han "sentido" que otros de sus "hermanos" eran abortados. Ni te imaginas la marca de miedo que todas estas "memorias" infantiles dejan en el ser humano, individual y colectivamente. Por esta razón el miedo impera en vuestro mundo y es el dueño de una parte recóndita de vuestro ser, una parte que, siendo muy pequeña, asistió impotente y horrorizada a la masacre de sus "hermanos", al abandono o maltrato de otros, o al asesinato en las guerras, etc. Os sabéis vivos y "sanos" de casualidad, pero también os sentís afectados y bajo el poder de aquellos que han actuado de manera tan impune y cruenta con vuestros "hermanos". Lo cual es cierto, porque uno siempre está bajo el poder de aquel tirano de cuya presencia no se ha percatado, y por eso sólo descubriendo la verdad es posible liberarse. Y todo eso os desazona por dentro, especialmente cuando sois niños y más sensibles a sentir lo que otros sienten".

Protesté. Me parecía demasiado enorme el problema-raíz de la humanidad, y por lo tanto casi irresoluble. Pero además no veía -palpablemente- que los niños fueran realmente conscientes del sufrimiento ajeno. ¡Si parecen tan ignorantes, viviendo en su propio y pequeño mundo! Mi propio hijo lo parece, porque de hecho nun ca más he vuelto a tener otro diálogo con él como cuando fue un bebé. Ya no debe estar viviendo en "la Unidad", debe de estar individualizándose a marchas forzadas, como todos lo hacemos.

Sin embargo, los Guías también tenían una explicación para eso: "Confundes sentir con ser consciente verbal o intelectualmente de algo. Un niño pequeño lo siente casi todo, pero efectivamente no es consciente "verbalmente" de ello. No está maduro para procesarlo, ordenarlo y expresarlo en conceptos, palabras, frases. Tú "tradujiste" mentalmente el llanto de tu hijo, pero eso no significa que él naciera con la capacidad cerebral de desarrollar esos conceptos y explicarlos con palabras. Y así sucede con los niños en general, lo cual no impide que sientan y que estas cosas sentidas queden en sus memorias inconscientes para toda la vida, como marcas o huellas incomprensibles...Salvo que, de adultos, y ya con la capacidad de racionalizar y conceptualizar, se atrevan a sumergirse en una manera consciente y lúcida de sentir, para integrar, por fin, todo lo sentido en su vida. A eso le llamamos despertar".

¿Qué puedo añadir a esto? Nada o muy poca cosa. Lo dejo aquí, pues, y que cada cual elucubre, sienta y saque sus conclusiones...

lunes, 21 de octubre de 2013

Sentir a los demás.

(Arriba, pintura de  Susannah Martin)

Hoy voy a hacer un ejercicio de predominio del hemisferio izquierdo, para hablar de un tema muy particular que está asociado con las últimas entradas: la capacidad de empatizar o resonar con lo ajeno.

Nuestra mente adulta está, la mayor parte de las veces, ya muy condicionada por una educación individualista, según la cual somos afectados exclusivamente por lo que nos sucede "a nosotros" y lo demás, ni nos incumbe, ni debe hacerlo.
Por esa razón, cuando ocasionalmente algún adulto admite "sentir" emociones debidas a traumas o sufrimientos ajenos, se levantan en el ambiente las voces de juicio o censura. A esa persona se le aconseja, una y otra vez, que no se "abra" tanto, que no "sienta" tanto, que no "coja" en su ser las emanaciones psíquicas de los demás, porque eso -se argumenta- no sirve para nada.

Esta argumentación es, curiosamente, inexistente cuando un adulto admite alegrarse con el que rie, o contagiarse del buen humor de otros. Cuando esto sucede, nadie corre a decirle lo malo que es "sentir" lo ajeno, ni a sugerirle que debería "cerrarse más, protegerse más", ni tampoco hay alusiones a lo "inútil" de sentir las emociones psíquicas de los demás.

Nadie parece advertir la paradoja existente entre estas reacciones tan comunes que se dan cuando alguien "resuena" con lo llamado "ajeno". No obstante, a poco que uno observe el asunto con mente fresca y objetiva, se puede dar cuenta de que es imposible estar "abierto" y "cerrado" al mismo tiempo. Si te cierras e hiper proteges para no empatizar con los posibles dolores o sufrimientos ajenos, tampoco te va a ser posible sentir las partes bellas o agradables del mundo de la energía emocional. En otras palabras, si te aislas, lo haces en muchos sentidos. Puedes aceptar con tu mente racional y selectiva sólo unas expresiones emocionales de los demás (como la risa o la alegría) y, después, permitirte a ti mismo expresar lo mismo cuando veas a los demás sonreír. Pero eso no es lo mismo que sentir de veras al otro totalmente, con su alegría incluida.

Por poner un ejemplo, no puedes vestirte con un traje aislante y pretender sentir lo que tu entorno retransmite. Enguantado hasta las cejas, no notarás el agua, pero tampoco la brisa, ni posiblemente los olores. Solo te quedará la vista, con lo cual habrás, de acuerdo, seleccionado un estímulo frente a los demás, pero desde luego no podrás decir de tí mismo que estás viviendo con todos tus sentidos, plenamente. No, porque has seleccionado y restringido mucho tu sensibilidad. Con lo cual, tampoco es justo ni sensato decir que esa es la "buena" manera de ser y de moverse por el mundo. Tal vez sea una manera eficaz y sabia en determinados entornos altamente tóxicos (como quien se viste con un traje especial para ir a un entorno radioactivo o envenenado) pero uno debe ser consciente de lo que está haciendo y llamar a las cosas por su nombre.

Así pues, en lugar de reñir a las personas adultas que, despertando su sensibilidad dormida, confiesan sentir "lo ajeno", atribuyendo esa cualidad a una debilidad de su carácter, lo que se debería hacer es decir: Sí, esa es la verdadera e ideal manera de ser. Sentir lo que experimentan los demás es la verdadera condición humana, lo que sucede es que, dado que por x circunstancias (complejas de resumir ahora) vivimos en entornos psíquicos altamente contaminados, es útil saber enfundarse y desenfundarse un "traje" psíquico de protección o selección, de manera que podamos movernos en la vida sin vernos constantemente avasallados por determinadas masas emocionales que, en caso contrario, nos dificultarían mucho la objetividad e incluso la acción. Ahora bien, usar habitualmente un "traje" de estos tiene un precio, porque suprime mucha información que nos sería útil recibir. Con lo cual lo ideal es buscar momentos y lugares completamente seguros en los que podérnoslo quitar para, así, SER en plenitud y desnudez totales. Sólo en ese estado de Ser, somos capaces de percibir del TODO y, por lo tanto, recibir información del entorno que, en un estado "acorchado" o "protegido" no recibiríamos.

Esa es la realidad, pues: quien despierta su sensibilidad, vive etapas en las que se siente sobrepasado por la información que le llega del entorno psíquico que habita. Y eso es natural. Estamos diseñados para vivir en comunidad, de manera gregaria y plenamente vinculados entre nosotros. El ser humano ha vivido en tribus durante cientos de miles de años, y durante mucho tiempo, sentir lo que hoy llamamos "ajeno" no era un handicap, sino, por el contrario, un plus, algo que facilitaba la supervivencia grupal e individual.  La razón es tan simple como que la capacidad de resonar y sentir a los demás es una barrera natural contra la crueldad. ¡Y una comunidad sin crueldad es algo muy deseable y bueno para todos! Sin embargo, y a medida que el ser humano ha ido perdiendo este rasgo de su humanidad "natural", le ha sido más fácil infligir dolor a los demás seres, y de esa manera las sociedades han ido enfermando, sobrecargándose de dolores y desequilibrios.

No podemos imaginar lo que es vivir siendo plenamente "sintientes", plenamente DESNUDOS, abiertos, desprotegidos ante las emanaciones del entorno, porque llevamos toda una vida aprendiendo a blindarnos y, además, los referentes humanos más cercanos (con los cuales nos identificamos, o de los cuales aprendimos de niños) nos han retransmitido el modo "blindado" de ser como algo ideal y perfecto. La emocionalidad ha sido muy perseguida, muy denostada, acusada de hacer funcionar mal a la "cabeza", única reina de la "creación". El resultado de esta visión de las cosas, sin embargo, está a la vista: tenemos en las manos un planeta biológicamente muy deteriorado debido a la acumulación de decisiones humanas insensatas, carentes precisamente de resonancia y empatía hacia otros seres vivos (humanos o no). La "razón" desligada del resto del ser nos ha hecho creer espejismos, pero una cabeza desconectada del corazón crea siempre monstruosidades. Sentir no es malo, ni mucho menos sentir el sufrimiento de los demás. ¡Es...al CONTRARIO!

Algunos seres humanos célebres que consiguieron "ser plenamente sintientes" (en otras palabras, ser plenamente HUMANOS) como Buda o Jesucristo, señalaron el camino del pleno sentimiento, el camino de la compasión (sentir con-) y, en definitiva, de la APERTURA a las emociones "ajenas". Pero incluso muchas personas que se dicen sus seguidoras no terminan de asumir el referente como válido. Lo relegan a un segundo plano. Lo que hicieron Buda o Jesucristo era válido para ellos, pero no para los demás, vulgares "seres humanos" que no podemos llegar a su altura. Esta creencia contradice las propias palabras de Buda o Jesucristo, que alentaron a los demás a seguir su mismo camino, pero da igual: el olvido de nuestra humanidad genuina es tan grande que, en cuanto surge un humano que siente más que la media, los demás corren a señalar su emocionalidad como si fuera patológica, algo que hay que frenar y curar, en lugar de encauzarlo y aprender a vivir con ello.

Dejando a un lado el asunto religioso, la ciencia actual empieza a hablar de las neuronas espejo, y sugiere que todos tenemos la capacidad, perfectamente natural e integrada en nuestro sistema nervioso, de sentir lo que otros sienten y, más interesante aún, de "imitarlo" de manera INSTINTIVA (e involuntaria) para "acoplarnos" de algún modo al sentir e incluso al PENSAR del otro. La neuropediatría afirma que es de este modo que los niños aprenden de sus mayores: utilizan las neuronas espejo y, con ellas, se conectan al sentir/pensar de sus padres o educadores, imitándoles, regulando sus emociones para que se asemejen a las de sus cuidadores y, armonizados de ese modo, vincularse con ellos.

(A la izda. pintura de Vadim Chazov)

Y es que un niño busca siempre, de manera instintiva, COMUNICARSE, sentirse acompañado. Necesita sentirse sentido por los mayores, pero también sentirlos a ellos. Sólo de ese modo logra dar sentido a la vida y esquivar una sensación de absurdo e impredecibilidad que, en caso de producirse de manera excesiva o muy recurrente, le impediría desarrollarse, aprender. De hecho, ¡ningún ser vivo puede aprender de un modelo o referente incoherente o impredecible! Cierta impredecibilidad existe, y está bien asumirla, pero necesitamos vivirla en una dosis justa, sobretodo cuando somos niños, ya que de otro modo no podemos elaborar patrones, ni imitar comportamientos de manera reiterada hasta "lograr" realizarlos. ¡No hay nada que atemorice más a un niño que no saber si podrá contar con la presencia de uno de sus cuidadores, por ejemplo!

Pero las implicaciones de todo esto están lejos de ser comprendidas: ¿Qué sucede realmente con el sentir de los niños? Si su manera de percibir el entorno y de resonar con las emociones ajenas está, todavía, en estado bruto e indomesticado, es decir, si todavía no se han individualizado como los adultos, ¿hasta dónde llega su percepción? ¿Son tan "felices" - impasibles e ignorantes de lo ajeno- como siempre se ha creído? ¿Cuál es, pero de verdad, su umbral de sensibilidad? ¿Qué percibe un niño del entorno que le rodea? Los científicos aún se lo están preguntando, siguen recabando datos. Yo tengo mis propias percepciones al respecto, (percepciones, éstas, desde el hemisferio derecho) pero de ello seguiré hablando en la próxima entrada...

martes, 15 de octubre de 2013

"Cien" vidas pasadas y Anubis dando su opinión. (¿Quién soy?-3)


Años después de aquella regresión espontánea - y aislada- que viví mientras dormía, empecé a vivir toda clase de regresiones durante un proceso de terapia donde no se buscaba recordar "vidas pasadas" pero fue lo que empezó a sucederme sin querer. Durante meses realizamos sesiones terapéuticas semanales, y prácticamente en todas viví una regresión diferente. Después, empecé a "regresar" (¿o "regresionar"?) de manera espontánea, sin necesidad siquiera de estar en sesión terapéutica, relajada ni dormida. Sencillamente, me sucedía en cualquier momento y lugar, siempre que algo en esta vida detonara un recuerdo de "otra".

Llegué a vivir varias microrregresiones encadenadas en un mismo día. A lo mejor me detenía a "sentir" una sensación corporal, ésta me llevaba a unos recuerdos, y éstos, a su vez, me llevaban a otros y a otros, y así sucesivamente. Tomé muchas notas en aquel tiempo, pero nunca fueron exhaustivas y, además, un día me cansé de anotar tantas historias. Perdí la cuenta. 

En definitiva, no he llegado a contabilizar nunca las supuestas vidas pasadas que llegué a recordar, pero fueron muchas, muchísimas. He llegado a pensar que al menos fueron cien, teniendo en cuenta que la etapa en la que "regresaba" de manera espontánea fue bastante larga (unos dos años, luego terminó) y que además llegué a recordar diferentes vidas referidas a una misma época de la Historia (como por ejemplo en el Antiguo Egipto, del cual tenía al menos 4 memorias diferentes, o como con los indígenas de Norteamérica, con los cuales recordaba haber vivido dos vidas mínimo)

Muchas de estas regresiones me marcaron mucho en su día, otras no tanto. Fuera como fuera, todas surgían como "la causa" o la explicación de algunos de mis padecimientos o malestares físicos de ese momento, y todas eran, sin excepción, regresiones traumáticas. Por eso, mi terapeuta, al principio, estaba asustada. Temía que tanto dolor y tanta tragedia me hundiera en la desesperación, máximo teniendo en cuenta que la moraleja que se podía extraer de todos y cada uno de aquellos dramas era inquietante. 

No parecía albergar, mi cuerpo, ni un destello de buenos recuerdos o ni siquiera de esperanza pues, aunque hubo regresiones que mostraron momentos bellos e idílicos de la historia, invariablemente se truncaban y acababan convertidos en una pesadilla con final espantoso. ¿Acaso no era capaz de recordar otra cosa que no fueran cataclismos, muertes, finales, desastres, horrores o fracasos? Sin embargo, y contrariamente a lo que ella temía, recordar tantos horrores me sanaba. ¡Me encontraba cada día mejor, y al cabo de los meses me sentía pletórica!

Algunas de esas regresiones trajeron aparejado un especial sentimiento de identidad que se iba abriendo camino en mí. No estaba segura de haber sido -literalmente- aquella sacerdotisa egipcia, aquella chamana indígena o aquella niña sanadora francesa (por ejemplo), pero... pero era capaz de recordar cómo era "ser ellas", era capaz de sentirme siendo "eso" y, por lo tanto -eso era fascinante- era capaz de acceder a parte de su conocimiento. Aún no sabía cómo expresarlo, cómo "tomarlo" en mis manos, pero lo notaba rebullendo en mi interior, pugnando por ser visto por mí, entendido, captado y quién sabe si utilizado de nuevo. Tal vez por eso cada vez me sentía más fuerte, más poderosa, más capaz.

¡Qué paradoja! Comparando mi vida con aquellas regresiones, yo no había tenido "grandes problemas", pero me había estado sintiendo una mierda. Sin embargo, ahora que había experimentado internamente lo que era acabar cien vidas en trágicas circunstancias, ¡me sentía mucho mejor!
Visto desde mi perspectiva de hoy, creo que aquello de "recordar" otras vidas tal vez me ayudó porque algunas de estas memorias traían aparejado un conocimiento fascinante de la vida. Y recordar otros modos de ser me dio la certeza de que había "mucho mundo ahí fuera", al alcance de mis manos, y que yo podía ser de otras maneras. En definitiva, dejé de sentirme atrapada en mi cárcel mental, y tal vez eso fue lo que me capacitó para cambiar mi vida poco a poco, pero esta vez desde dentro hacia afuera.

Por lo demás, ¿qué hacía con tantos recuerdos? Algunos los dejaba marchar, pero otros, lo admito, se quedaron conmigo durante un tiempo de manera muy intensa. Algunas vidas las sentía demasiado "mías" como para dejarlas pasar así como así. Los recuerdos habían sido demasiado vívidos, largos y detallados. Habían energido de mí con dolores y tensiones que abarcaban al cuerpo entero, y muchas -muchísimas- lágrimas, pero también con la sensación vertiginiosa de estar recordando algo de gran importancia, eventos que - al menos que yo supiera- nadie en la humanidad actual conocía, o perspectivas de la historia completamente opuestas a las que se dan por sentadas. 

Las voces, sensaciones y conocimientos de aquellas mujeres brotaban de mis células con una fuerza sobrecogedora pero además, una vez terminada la regresión, era como si se quedaran conmigo, flotando en mi ser, permitiéndome ver el mundo a través de sus ojos, desde su personalísima perspectiva (¡tan diferente de la mía!)

                             
(A la derecha, imagen de Gilbert Williams)

Así, durante un tiempo viví la "identidad egipcia" (antigua) junto a la mía, y llegué a pensarme como "una antigua sacerdotisa egipcia reencarnada". Más adelante, sin embargo, emergió con una fuerza brutal una anciana india de Norteamérica con una relación especial con los niños (nacimientos, encarnaciones) y entonces volví a sentirme "una india reencarnada". Pasó el tiempo, y entonces me pareció haber sido una desafortunada e imprudente maga europea que se metió en líos terriblemente oscuros, y durante un tiempo mi identidad se vio influída por la suya. Y así con todo, podría seguir repasando vida por vida para descubrir que la cantidad de identidades que he experimentado sería enorme.

Al final, tal y como me sucedió con la búsqueda de "mi gente", me sucedió con los recuerdos de vidas pasadas: hubo un día en el que ya no podía sentirme siendo esto o aquello, porque me era imposible elegir o preferir a una "identidad" por encima de las demás (ni siquiera a mi identidad actual) Con el tiempo, empecé a vivir las regresiones espontáneas sin intentar apropiarme de las identidades o historias, simplemente dejándolo salir todo y comprendiendo lo que hubiera para comprender ahí. (Porque, eso sí, cada regresión traía su lección)

El crack definitivo de mi ilusión de identificarme con alguno de aquellas "yoes" antiguas sucedió cuando recordé haber sido dos mujeres distintas en la misma época: la Segunda Guerra Mundial. Una de ellas, judía y embarazada, murió en un campo de concentración en medio de espantosos horrores. La otra, una niña, quedó huérfana en la guerra civil española y murió poco después. Oh, oh, ¿dos regresiones para una misma época? Tenemos un problema. 

Era obvio que yo no podía haber sido al mismo tiempo una joven judía que vive en un país de Europa y una niña española, pues aún considerando la idea de que el espíritu de la niña muerta se "reencarnara" enseguida en otro país, no había sufientes años de tiempo entre una vida y otra, ambas se solapaban. Más tarde, aún recordé otra vida: la de una joven americana (EEUU) de "familia bien" que sufrió un encierro a la fuerza en un sanatorio mental para ocultar un embarazo no deseado y el subsiguiente trauma del aborto que le practicaron sin darle elección, allá por los años 50. Pues bien: tampoco era posible haber sido esa joven y la madre judía, ya que la muerte de la madre en los campos de concentración (años 40) se solapaba con el crecimiento de la joven americana (si fue internada en los 50', en los 40 era una niña)
Entonces ¿cuál era la explicación? La verdad era que la memoria que más me marcó (y que, de hecho, se convirtió en parte de mi "sensación de identidad") fue la de la madre judía, pero a pesar de todo yo había recordado también las otras dos vidas o experiencias. Podía pensar que sólo una de ellas (la de la madre judía) fuera "mía", pero entonces eso significaba que de todos modos era posible recordar vidas que no eran propias. Vidas de muertos, ni más ni menos. 

Y esta perspectiva lo cambiaba todo, claro. Porque si podíamos recordar vidas ajenas, ¿Cuántos de mis recuerdos de "otras vidas" eran míos? ¿Y si me estaba identificando -y dejando influir por- memorias que no eran "mías"? ¿QUIÉN ERA YO? Oh, oh, la vieja pregunta volvía a emerger otra vez. Las regresiones, lejos de darme una respuesta, habían ampliado o modificado la perspectiva desde la cual surgía la pregunta.

Durante años había "regresionado" tanto, que había llegado a recordar vidas de una era pre-histórica y mítica. Me había sentido recordando "a Eva", es decir, llegando hasta el último origen de lo que llamamos humanidad, y aún más allá. (Incluso había llegado a tener algún recuerdo de supuestas o posibles vidas futuras, un tema que ya implica rizar el rizo, y del que hablaré tal vez otro día) 

Siguiendo la pauta descrita en los libros de moda acerca de la reencarnación, me había hecho la ilusión de que era posible rememorar la "historia de mi alma" en plan relato lineal, saltando de vida en vida, todo para descubrir ahora que tal vez muchas de esas memorias no eran mías. O mejor dicho, que tal vez ninguna de ellas lo era, porque si admitía la posibilidad de que una regresión me había llevado a sentir y recordar la vida de otra persona muerta hacía tiempo, ¿qué impedía que todo cuanto había experimentado fuera "ajeno"? 

(Mario Vázquez)

¿Y si me había pasado AÑOS recordando vidas de MUERTOS...? ¿Y si por eso sacar afuera todas esas emociones y pesos me había sanado, porque eran cosas muertas de muertos, y descargarme me dejaba "como nueva", literalmente? 

Ironías de la vida, fue mi capacidad de dialogar con la energía/consciencia a la que llamo Anubis, algo "adquirido" en parte tras haber recordado varias vidas egipcias (especialmente una), lo que vino a rescatarme en mi crisis de identidad. No deja de ser graciosa la mezcla que concurre en todas las cosas, y lo muy bien que podemos aprovechar cualquier experiencia, sacándole el máximo partido, al margen de lo que creamos sobre ella. Yo tenía dudas (y muy serias) acerca de la verdad de la reencarnación, y de hecho en cierto modo las sigo teniendo, pero...pero precisamente gracias a las regresiones aprendí a dialogar con "algo" llamado Anubis, quien tenía una perspectiva sumamente interesante sobre todas estas cuestiones.

Sin reprenderme por mi escepticismo, (de hecho, más bien muy contento por el mismo) el tremendo e inclasificable Anubis se encargó de abrir un poco más mi jaula mental, al sugerirme que, efectivamente, no sólo era perfectamente posible recordar vidas de otras personas...¡Sino que incluso podías recordar la vida de una persona que aún estuviera viva! De hecho, yo lo había hecho muchas veces, sin darme cuenta de ello, al "sentir" en mi ser las emociones, pensamientos y ecos que otras personas tenían respecto a algunos temas, o por ejemplo al realizar sesiones de terapia para ellos y acceder a recuerdos de sus vidas asociados a sus problemas actuales.

"¿Registros akashicos?"-se rió Anubis, respondiendo a una de mis preguntas sobre el acceso a conocimientos o hechos antiguos- "¡Cómo os gusta ponerle nombres sofisticados a todo y convertirlo en algo misterioso y elitista! ¡Es tan simple como que podéis entrar -y de hecho a menudo lo hacéis, sólo que sin saberlo- en la dimensión donde todos estais unidos! 

"Además, esto no es una capacidad exclusiva de unas pocas personas, sino algo que todas pueden experimentar en algún momento de sus vidas, y en general casi continuamente, solo que no sois conscientes de eso, ni sabéis cómo procesarlo cuando os sucede, y entonces las cosas se viven medio mal o con dosis de error de interpretación. Registros Akáshicos, ja, ja, ja (Y se seguía riendo de esa expresión)"

Así que según él, la cosa es más simple de lo que parece: en cierto nivel del ser todos estamos unidos, y por eso, al menos en la energía, lo compartimos todo. Los cuerpos son, digamos, más independientes, pero la energía va y viene de unos a otros y nos comunica constantemente. Lo hacemos sin palabras, sencillamente nos sentimos. En esa dimensión, lo que vive el otro nos afecta como si lo viviéramos en carne propia, y es entonces que podemos sentir con certeza que "somos él, o ella". (¡Justo lo que yo experimenté en aquella primera experiencia, en la cual me sentí siendo dos personas a la vez, yo y la mujer india agonizante que cantaba...!)

Claro que eso sólo se vive en determinado nivel del ser, y como es un nivel al que normalmente (por educación recibida) no sabemos accedor y cuando lo hacemos, no le prestamos atención, o lo interpretamos sin saber, nos confundimos mucho. Lo interpretamos todo mal, muy mal. Según la perspectiva de Anubis, la identificación con personalidades o "yoes" de otras vidas es normal (natural, digamos) al principio, cuando eres novato, pero no es recomendable alentarla, sino que lo ideal es trascender estas fijaciones porque, en realidad... no somos "eso".

Es más, desde los ojos de Anubis, es una pena fijarse sólo en lo muerto del pasado y otorgarle mayor importancia que a lo que somos y vivimos ahora. Dar tanto poder a los muertos, construirles mausoleos (internos o externos) es una práctica habitual en toda sociedad suficientemente desconectada del Espíritu Vivo como para tener mucho miedo al presente y sus incertidumbres. Se prefiere lo muerto porque parece una garantía, y porque, de hecho, en muchos casos el viejo conocimiento es eficaz. Pero no habría que confundir la recuperación o herencia de un conocimiento ancestral esencial y profundo, con la fijación por las personalidades muertas, querer repetir los estilos de vida en su parte exclusivamente formal, etc.

Por esa razón, Anubis aprobaba que yo "recogiera" de los muertos un legado, una herencia de conocimientos y lecciones esenciales, pero nunca me animó a identificarme con ninguna de aquellas personas que yo había recordado ser en el pasado. Por el contrario, lo mejor para ellas era ayudarlas a morir, a transitar. Y lo mejor para mí era centrarme en esta vida y seguir observando con los ojos del alma la gran pregunta: ¿Quién soy yo?

A esta pregunta, al final, se le cayó un poco el "yo", porque me di cuenta de que no se podía "ser" un "yo" de manera fija. El "yo" "iba siendo", cambiando, transitando, naciendo y muriendo, desapareciendo. Hoy soy un "yo", hace tiempo fui otro "yo", dentro de diez años, si sigo viva, seré otro "yo"...¿Quién soy, entonces? O incluso: ¿Qué soy? 

Ser capaz de preguntarse QUÉ es uno mismo ya es un gran cambio de perspectiva, e implica ser capaz de replanteárselo todo.



lunes, 14 de octubre de 2013

¿Quién soy yo?- 2

(Arriba, ilustración de Francene Hart)

Después de aquella extraña experiencia de haber "sido" simultáneamente dos personas a la vez, lo natural era acercarme a la idea de la reencarnación, y de hecho lo hice.  Me compré lo habitual en esa época: libros de Brian Weiss. Los leí, soñé, fantaseé y también reflexioné. 

Como la verdad descrita en esas páginas es maravillosa, me resultaba fascinante la posibilidad de que yo hubiera "recordado" otra vida. Sin embargo, no acababa de estar segura de haber vivido exactamente una regresión, ya que no encontré en ninguna parte, ninguna experiencia como la mía. Las regresiones descritas en esos libros hablaban de que uno "recordaba" o "revivía" cosas en estado de relajación o trance hipnótico, pero a mí me había sucedido algo muy peculiar: mis sentidos físicos habían literalmente oído afuera la voz de una mujer india cantando un lamento tristísimo. Y esto yo lo había escuchado de manera muy vívida y como si la voz estuviera fuera de mí, mientras mi consciencia permanecía en mi cuerpo real, mi cuerpo presente. De hecho, tardé un rato en "sentir" que la voz de aquella india que yo escuchaba de manera tan nítida era mi propia voz, pero al mismo tiempo, ese descubrimiento me dejó completamente descolocada, porque yo seguía sintiendo mi cuerpo en la cama, y notaba perfectamente que "yo" no estaba cantando.

En otras palabras, mi consciencia había percibido dos vidas a la vez, una pasada y una presente, fundiéndose en un único instante. No era como cuando "recuerdas" dentro de tí algo, o escuchar una voz interior. Eso hubiera sido un fenómeno ya descrito en la literatura de género. Pero...¿Escuchar con los oídos físicos otra voz que luego resulta ser la propia, y al mismo tiempo es la voz de "otra vida", casi como si yo hubiera estado en dos lugares y tiempos físicos a la vez? Eso era muy extraño, la verdad, y no sabía cómo encajarlo ni explicarlo. 

Al final opté por relegar en un segundo plano aquella experiencia, esperando entenderla con el tiempo, y descarté también todo el asunto de la reencarnación. Resultaba tentador intentar indagar qué vidas había vivido yo, si es que lo de reencarnarse era posible, pero no tenía ni idea de cómo lograrlo (no conocía a ningún "regresionador" en aquel entonces, año 2000 más o menos, pues en esa época no había la difusión actual de estos temas, gracias a la cual encuentras terapeutas regresivos a punta pala) 

Tampoco quería obsesionarme con ese tema, ni presionar a mis sueños en esa dirección, puesto que sabía por experiencia que, cuanto más libre dejara el espacio onírico, mejores eran mis sueños. Intentar ponerles bridas me sumergía en la grisez, y acababa dándome cuenta de que malamente podía mi "yo" saber qué dirección onírica era la mejor para mí. Los mejores resultados los obtenía entregándome antes de dormir en brazos del "Gran Espíritu" o "Espíritu Viviente", como yo lo llamaba (no sé ni recuerdo de dónde saqué esa expresión) y eso seguí haciendo.

No obstante, y sin hacer nada por lograrlo, volví a tener varios sueños con indígenas de Norteamérica en los cuales yo sentía que ellos eran "mi gente", y en los que experimenté catarsis emocionales y energéticas tremendamente sanadoras. Por eso llegué a plantearme, con el tiempo, la idea de viajar literalmente a Norteamérica para buscar a "mi gente", pero la empresa se me antojaba enorme ¿Por dónde empezar a buscar a "los míos"? ¡Como si América fuera pequeña! Y no sólo eso: dado que soñaba, también, con indígenas de otras zonas del planeta, y tenía de vez en cuando otros sueños en los que sentía que "mi gente" no eran indios, sino otros, al final me quedé completamente confusa respecto a la dirección de mi posible viaje.

¿Cuál era "mi gente" de verdad? ¿Debía viajar a Africa, tras las huellas de aquellos misteriosos grupos de mujeres silenciosas -y vestidas de flores- que me miraban de manera cómplice porque yo era de las suyas? ¿O era mejor que fuera a reunirme con los indios de México, que también se hacían presentes en mis sueños cíclicamente? ¿Y qué decir de mis recurrentes, intensos y especialísimos sueños con indígenas de Brasil? Pero no, espera, porque en sueños me había visto perfectamente integrada con los afrocaribeños de Haití. Ahora que, pensándolo bien, ¿cómo podía haber olvidado que en realidad yo pertenecía a una zona que había en algún lugar entre Siberia y Mongolia? ¡Lo había experimentado así en sueños más de una vez! ¡Yo era de allí! Pero ¡ay, un momento! Acababa de olvidar que, en uno de los sueños más impactantes que había tenido, yo formaba parte de un grupo de mujeres españolas que, en el norte de mi país, se reunían en círculo, en grandes prados y bajo la lluvia, para hacerle ofrendas florales a "Ella", una cosa o energía que yo todavía no entendía qué podía ser... Pero espera, porque en otro sueño...

¿Se entiende adónde quiero ir a parar? Yo no podía buscar a "mi gente" en ninguna parte, porque la respuesta escapaba a mi lógica. No sabía cuál era mi dirección "verdadera" ¡porque había muchas direcciones válidas, incluyendo una que me dirigía a mi propio país! Y si tenía tantas posibles tribus repartidas por todo el mundo (conste que he resumido), entonces seguía sin poder responder a la pregunta "¿Quién soy yo?", ya que, tal y como acertadamente la ciencia ha descubierto recientemente, nuestro "yo", nuestro sentido de identidad, no es algo fijo, sino que se construye gracias y a través de nuestras relaciones sociales. No hay nada como un "yo" totalmente independiente y aislado del entorno, por la sencilla razón de que nuestro cerebro nace "a medias" y no solo se desarrolla gracias a los vínculos con las personas del entorno, sino que queda totalmente marcado por los mismos.

Sí: lo que entendemos vulgarmente por ser humano es una construcción social. Se sabe, por los pocos y casi milagrosos casos de niños que han crecido en la naturaleza salvaje, adoptados por otros animales y sin ningún contacto con el ser humano, que lo que llamamos "yo humano" no se desarrolla sin relaciones humanas. Esos niños tienen, por supuesto un carácter y un espíritu, pero no tienen un "yo" como lo que nosotros entendemos por "yo humano", puesto que se identifican con el bosque o la selva, y se sienten animales parte de manadas de animales. No piensan en sí mismos como seres humanos. 

Con lo cual, nuestra sensación de "ser" esto o aquello no es, como muchos pensarían, algo que elijamos libremente, como quien elige ropa en un catálogo, sino que surge como el producto de todo lo que experimentamos en nuestra vida, y especialmente de nuestras relaciones afectivas más importantes. Se siente indio quien ha sido criado por indios y además siente afecto-apego hacia ellos, no hay vuelta de hoja, porque la sensación interna de identidad se forma gracias a las relaciones que tienen más peso emocional (no solo "intelectual") en nuestra vida.

Y claro, yo reflexionaba sobre estas verdades -y lo sigo haciendo- y me preguntaba: ¿Y entonces, cómo es posible que, aunque sí me siento española en cierto nivel del ser, también me siento de tantas otras partes a la vez, integrante de tribus con las que jamás he tenido relación directa, y de las que ni siquiera conozco el nombre? ¡Qué misterio! ¿Por qué en aquel sueño "bilocante", la respuesta a la pregunta "quién soy" había sido conectarme con la parte más trágica de las tribus indígenas de Norteamérica? ¿No debería haber sentido, directamente, que soy una nativa de suelo ibérico? ¿Qué tenían los indios que no tenía mi país, o mis compatriotas? Era para pensárselo. 

Abandoné la idea de viajar a América o a ningún otro país, pero ante mi incapacidad para definir mi identidad, también dejé de darle vueltas a aquel asunto. Y entonces fue cuando, de manera sutil y, siempre a través de los sueños, se empezó a formar una idea en mi mente: tal vez yo era una de esas "personas puente" de las que hablaban las tradiciones nativas de tantas partes del mundo. Tal vez mi identidad estaba, precisamente, en el medio de todos y en ninguna parte en concreto, porque mi esencia espiritual consistía en ser como el centro de una estrella en el cual toda la humanidad pudiera ser acogida y entendida, sintiéndose "como en casa". Una estrella con una misión: ser puente de luz/consciencia, a través de múltiples rayos, de unos seres hacia otros. 

Tal vez fuí india en alguna ocasión, ¿quién sabía?, y eso suponía una marca muy fuerte en mi ser, pero hoy había nacido en España, justo en el país del cual surgió la Conquista. ¿No era curioso? ¿Y no podía tener, aquello, un sentido profundo, como por ejemplo entender desde dentro la génesis del "mal" que asoló las tierras de América (la codicia, la rigidez dogmática, etc)? ¿Y si resultaba que había nacido donde había nacido para ayudar a sanar las heridas resultantes de aquella tragedia, o incluso...para ayudar a los nativos de mi país a sanar sus propias cegueras? Tal vez yo ni siquiera era la única viviendo algo así. ¡A lo mejor existían cientos, miles de personas que, como yo, eran "indias" por dentro y vivían en suelo imperial o civilizado, y la cosa tenía un sentido oculto, un significado...

("Maat" de Josephine Wall)

Han pasado los años, y esa idea ha ido evolucionando en mi interior, tomando forma en ciertas direcciones, aunque ha cambiado mucho en otras. Pero la meditación acerca de qué o quiénes son Anubis y Miguel, mis guías principales, o incluso a qué representan, me condujo a una confirmación de mi esencia y vocación espiritual: Mi lugar está en el eje de la balanza. 

Soy, de hecho, como ese eje que constantemente une a diferentes platillos en los cuales se sopesan y se miden cosas para obtener una comprensión, un juicio correcto. A menudo me identifico con uno de los lados, y entonces creo ser él; luego me identifico con el otro, y me siento siendo ello. 

Error, siempre error, porque no soy eso. Soy "la que observa", soy "la que escucha". Soy, ya últimamente y precisamente por eso, "la que escribe". Porque tal vez no soy más que una escriba de la vida. No invento nada, no hago novelas, ni improviso guiones. Me limito a retransmitir lo que "veo", lo que "oigo", lo que "siento". 

Y, como soy eje de balanza, persona-puente, y mujer-estrella, veo, oigo y siento muuuuchas cosas distintas, procedentes de diferentes direcciones, y de ahí la riqueza y profusión de mis escritos. Son lo que son porque dejé de querer ser "esto o aquello". "Oigo" lo que oigo porque dejé de preferir, de censurar, de tapar la boca a las "voces", sensaciones o visiones que no encajaban con mi sensación primaria de identidad. 

Y por eso, aunque alguna vez llevé colgantes con formas étnicas, o cruces egipcias, o decoré mi habitación con imágenes de indígenas, o de dioses, o de ángeles, hoy deliberadamente ya no llevo nada, ni decoro mi casa con nada que recuerde a ninguna tradición, ninguna tribu, ningún lugar específico. Tampoco me visto conforme a una moda, un estilo o una personalidad. Llevo ropa de segunda mano que me regalan, y si tengo que comprarme algo, compro algo asequible a mi bolsillo y que me sirva, así que muchas veces ni siquiera elijo. No tengo "estilo". Lo tuve hace tiempo, ahora mi estilo es "sin estilo". 

Me desdibujo, me deshago, me vuelvo una con mi entorno, cada vez me parezco más a las mujeres mayores de los pueblos donde vivo, perfectas anónimas. Me importo cada vez menos, me convierto en parte del paisaje sin poderlo evitar, pero tampoco sin quererlo evitar. Y cuando miro atrás, me sorprende ver lo distinta que soy ahora de lo que fui antes, tanto físicamente como internamente. Y, aunque a veces aún echo algunas cosas de menos, en general casi siempre me alegro. Porque en el fondo, este acto de desdibujarme lo vivo como un alivio, una liberación.

Y entonces pienso que, al margen de las posibles vidas en otros siglos, existe la reencarnación sin duda: yo la he vivido. Con un mismo cuerpo he sido otras "yoes" y todas han muerto. Y seguramente la "yo" que soy ahora morirá también y otra ocupará este mismo cuerpo que cada vez está más viejo. Pero ya no me importa dejar de ser "yo", porque no soy un yo. Soy, en verdad, otra cosa indefinible que queda cuando lo demás se esfuma. Un hálito de vida tal vez, un soplo que simplemente siente y observa...y que ni siquiera procede de sí mismo, eso es lo más fuerte, lo más impactante, lo más anonadante. 
Uf.

















sábado, 12 de octubre de 2013

Tres niños indios



Esto sucedió en la primavera del 2001, en esa época en la que vivía sola, y fue durante una siesta. Dormía, y oí un ruido en la ventana de la habitación, como si alguien llamara golpeando a los cristales, toc, toc, toc.

Me levanté en sueños, pero la sensación era tan vívida que no me daba cuenta de que soñaba. Todo era igual que en la realidad: las paredes, la cama, mi ropa de andar por casa…Todo, menos tres niños con una pinta extrañísima que, agarrados no se cómo al alféizar de la ventana, estaban ahí agolpados, riéndose, empujando para entrar.

Y claro, yo abrí la ventana, bastante alucinada, por cierto. ¿De dónde habían salido? ¿Cómo habían llegado hasta allí? Yo vivía en un tercer piso, y la ventana daba a una calle peatonal. ¡No había por dónde subir!

Pero los niños eran un terremoto y no me dejaron detenerme a pensar mucho. Nada más que les abrí la ventana, entraron en pelotón en mi cuarto, riendo como locos, contentísimos, al parecer, de haber llegado hasta mí. 

 Uno de ellos empezó a saltar encima del colchón, el otro corría por ahí curioseando, y el tercero vino ante mí, que, sentada en mi cama, estaba pasmada, mirándolos. Vamos, que no daba crédito. Eso sí, me caían muy bien aquellos críos, y me contagiaban su alegría. No me molestaban lo más mínimo, sólo estaba…aturdida.

El niño que estaba más cerca de mí tenía un rostro que no puedo olvidar. Tenía unos rarísimos ojos grises, y el pelo con mechas de tonos distintos, como si fuera fruto de una inusual mezcla de herencias genéticas. Su mirada era muy inquieta, no la dejaba posarse más de un segundo en ningún sitio. Parecía estar medio aquí, medio en otra parte. 

Sus gestos, su actitud, me daban la impresión de que no era un niño muy "normal". Supongo que los psicólogos habrían dicho que era un niño con tal o cual problema de atención. Se movía todo el rato, como balanceándose, como si no pudiera detenerse en nada, y al mismo tiempo estaba muy vivo, muy atento a todo, no se le escapaba nada. Solo que no paraba quieto. No sé definir mejor la diferencia que sentía entre ese niño y los demás, pero la había. Los otros dos eran como los típicos críos revoltosos de 6 ó 7 años, jugando concentrados en esto o aquello, solo que parecían pura dinamita, como si se hubieran caído en la tina de Obelix. :-)

Me hablaban todos a la vez, y al principio estaba tan aturdida que no les podía escuchar, pero poco a poco me fui enterando de cosas. El niño de ojos grises se me acurrucó en los brazos (eso sí, sin dejar de moverse y balancearse), y mirándome ahora sí y ahora no, me confesó que a veces veía cosas que, luego, pasaban de verdad. Me presentó una imagen dramática: un aluvión de barro rojo y agua y unos niños ahogados, atrapados por aquello. Y me dijo:
- Y luego pasó, eso luego lo vi en la realidad.

Yo no supe qué decirle más que “Vaya”, porque para mí todo era un misterio, pero le escuchaba, y me siguió contando:
- Y también veo que tooodos los coches se vuelven grises.

Y entonces me mostraba una imagen en la que, en una gran ciudad, las calles y los coches se veían como cubiertos de ceniza gris o blanquecina. Un escalofrío me recorrió el cuerpo: ¿Qué clase de fenómeno podría hacer algo así en una gran ciudad? ¿Una bomba? ¿Un volcán? No me hizo ninguna gracia. Pero el niño no me decía qué ciudad era esa. Tal vez ni lo sabía. Sólo me insistía en que él veía los coches grises. También, en su escena, la gente andaba desorientada, era un poco caótico todo…Tragué saliva, pero no dije nada.

Entonces el niño que saltaba con todas sus energías sobre mi sufrida cama, dejó sus saltos y se me acercó para decirme:
- Parece que tu casa no es segura. Mira, hay grietas.

Y me señaló una enorme grieta que cruzaba verticalmente la pared donde estaba la ventana. El otro niño, el correteador, me dijo:
- Sí, sí, y también hay fugas de agua en los subterráneos.
Y me contaba algo de unos problemas en los cimientos. 
Entonces, los 3 niños me dijeron:
- Bueno, no nos parece que tu casa sea muy segura, ¿sabes?

A mí eso me dio mala espina. No por los niños, sino por lo que decían. Me estaban señalando cosas que eran reales, solo que hasta entonces no había reparado en ellas. Y me pareció sentir una vaga conexión entre aquella ciudad cuyos coches se volvían grises y la inseguridad de mi casa. ¿Y si pasaba algo en Barcelona -donde vivía entonces- y yo estaba realmente mal ubicada en ese piso? ¿Y si me estaban avisando de algo? Tendría que reflexionar sobre ello.

Entonces me fijé mejor en la pinta de los niños y concluí que, definitivamente, no parecían de la ciudad. Llevaban los 3 el pelo largo y suelto, moreno y bien peinado, excepto el del niño de los ojos grises, que, como no paraba de tocarse la cabeza y hacer gestos, iba algo desgreñado, y además su pelo era más claro y combinaba tonalidades diferentes. Los tres eran morenos de piel, tono bronceado-marrón, y sólo llevaban puestos unos shorts simples, de esos tipo deportivo. Además...¡iban descalzos! Y eso era inaudito en plena Barcelona. 

Yo estaba aún tan metida en la sensación realista de su visita, que no caía en la cuenta de que aquello era un sueño, y que no eran niños barceloneses de ningún modo. Me sentía como cuando estás despierta, porque estaba en un desdoblamiento astral (y no lo sabía todavía) Así que les pregunté, algo dudosa:
- Pero vosotros no sois de aquí ¿verdad?

Se rieron con cierta picardía y miraron a otra parte, como haciéndose los locos. Luego me dijeron:
- Ehhh… No, no somos de aquí, vinimos a ver a una tía nuestra que vive cerca de este lugar.

Yo me di cuenta de que esquivaban decirme de dónde eran, pero no dije nada. Estaban muy contentos y en esos momentos todos brincaban entrando y saliendo de mis brazos, como disputándose mi atención. Yo, sencillamente, seguía perpleja.

Y entonces me desperté de golpe, y ni niños, ni nada. La sensación de realidad de la visita de los niños era tan fuerte, que no podía creer que no estuvieran ahí, ahí mismito. ¡Y ya les estaba echando de menos! Hasta me levanté a mirar por la ventana, como si esperara verlos escurrirse por la pared, cual spidermans en miniatura. Pero no, no había ningún niño a la vista.

Fui entrando en lo "real"  y sólo entonces me di cuenta, al pensar en su aspecto, de que eran indios, es decir nativos americanos. No sabía el lugar exacto, ni si eran del Norte, del Centro o del Sur, pero me conmoví mucho, porque en aquella época soñaba mucho con temas indígenas, había soñado varias veces con nativos de Norte América, y esos sueños siempre me afectaban muchísimo en términos emocionales. Además, la calidez de su presencia me había impactado. Los echaba de menos. Yo vivía sola y hasta ese momento me parecía perfecto, pero de repente ya no... mi soledad de mujer joven "fashion" e independiente me pareció desolada, como un campo vacío. Tan sin vida. Tan gris. Hubiera querido volver a ver a esos niños, decirles que regresaran otro día, qué se yo… invitarles a una merienda…

La verdad es que yo no era nada “niñera” en la vida real y por eso no tenía ningún contacto, pero que ninguno, con niños. Mi mundo más bien era muy al estilo que hoy llaman "childfree" , "solo para adultos". Tal vez por eso me dio pena que aquellos niños se marcharan así, plof, esfumándose, llevándose su bullicio de risas a otra parte. Miraba mi cama, ya sin niños saltyando sobre el colchón, y casi me daba tristeza. Esperaba encontrar en ella las marcas hundidas por los alocados saltos del niño moreno, pero no. Nada. ¿Y el peculiar niño de los ojos grises…? Ese niño me había tocado de manera especial el corazón.

Entonces recordé sus palabras: “Los coches se vuelven grises”. Y lo de la grieta. Fui a mirar la pared e, impresionada por la casualidad, encontré una grieta exacta a la que había visto en el sueño. Yo no recordaba que estuviera ahí, pero estaba. Y nunca me había fijado. Me asomé por la ventana y miré la fachada: la grieta recorría verticalmente toooda la pared del edificio, que era muy viejo, por cierto, más de 100 años, hasta la calle. Me dio muy mal rollo. ¿Y si aquel sueño era un aviso? ¿Y si estaba viviendo en un lugar totalmente inadecuado? ¡A ver si se iba a derrumbar mi casa! A veces pasan esas cosas, y más en edificios como ése.

No me pude quitar la sensación de desgracia inminente de encima. Era como si presintiera algo muy gordo, pero tampoco sabía qué hacer. Salí a la calle para que me diera el aire, para volver a las sensaciones cotidianas, pero ni así. Miraba a la gente que rodeaba el concurrido mercado, cerca de donde yo vivía, y me entraban ganas de llorar. Era como presentir un futuro con problemas, desgracias…y gente que, en algún lugar del mundo, en alguna ciudad, fuera a vivir algo horrible. Esperaba que no fuera en Barcelona.

Realmente, no sabía cómo interpretar aquel sueño. Al cabo de los días, la sensación angustiosa se me fue pasando, pero lo que sí permaneció fue un toque de aviso respecto a mi manera de vivir. Yo estaba intentando, por aquel entonces, dar un giro radical a mi vida. Quería estudiar acerca de las plantas medicinales, porque en sueños no paraba de verme metida en actividades sanadoras y también dialogando con los seres verdes, vegetales. Y esto me retrotraía a cuando había iniciado la carrera de biología, hacía muchos años ya, con la idea de estudiar botánica. Nunca pasé del primer año, pero siempre me quedó la espinita de haber dejado de lado a mis queridas plantas.

Entonces, si quería estudiar algo nuevo, necesitaba tener tiempo libre para ello, y no podía reducir drásticamente el tiempo que dedicaba a trabajar, y al mismo tiempo ganar suficiente dinero como para continuar pagando el alquiler y sumar, además, el precio de las matrículas de los estudios. Estaba en un dilema, y el sueño de los niños indios al final permanecía en mi mente como una señal en una dirección clara: si quería ir a por el cambio, tenía que dejar mi pisito, al que tan apegada estaba, y en el que tantas cosas había vivido. Tenía que abandonarlo todo si quería empezar una nueva vida. Con grieta o sin grieta física, tal vez existía una grieta "en la energía" en mi modo de vida. Así lo interpreté.

No estaba segura de que fuera a suceder ninguna desgracia real, pero sí me quedaba la sensación de que, por lo menos, las “grietas” de mi casa y los problemas “en los cimientos” aludían a un fallo total y rotundo en mi estructura personal, en mi casa-persona, en mi ser. Mi modo de vida actual estaba condenado, no se sostenía. Algo, no sabía aún el qué, iba a pasar en el mundo. Algún cambio fuerte. Y yo no estaba precisamente bien situada para afrontarlo.

Por otro lado, dejar mi piso y mi independencia personal era algo que parecía absurdo y que iba en contra de lo que cualquier persona, desde fuera, me hubiera recomendado. Porque la alternativa a abandonar mi casa y dejar de trabajar, o trabajar la mitad sólo era una: volver a casa de mis padres. Y esto era aparentemente un retroceso, una vuelta atrás. Me había costado mucho mantener mi independencia, encontrar mi lugar…y ahora…¿ahora qué?

Pero lo sentí con tanta fuerza que creí que me volvería loca si no tomaba ese camino. Así que me rendí. Me lancé al vacío con todo mi equipaje, por decirlo de algún modo, y aposté todo en una dirección: iniciar una nueva vida como fuera. En mayo dejé mi piso, regalé todo lo que tenía a las amistades y a la gente que pasaba por la calle, salvo mis libros, mi ropa, las dos máquinas de coser más los materiales técnicos que acumulaba, y regresé a casa de mis padres, asumiendo que no iba a ser, aquello, un cambio precisamente fácil.

Tenía casi 30 años, estaba acostumbrada a hacer lo que quería y a no dar explicaciones a nadie, y encima, ahora, como se diría vulgarmente, estaba “sin oficio ni beneficio”, porque había renunciado prácticamente a todo. No era precisamente una buena noticia para mis padres, tenerme de vuelta en esas condiciones, aunque aceptaron acogerme de nuevo, preocupados por mí. No entendían ellos tampoco que acabara de tirar por la borda así, inesperadamente, todo el asunto del diseño y del mundillo “fashion”… Hubieran preferido que mi vida fuera distinta. Pasaban los años y no me veían asentarme, sino al contrario. Habían esperado que con el diseño, esta vez sí, su hija iba a "salir adelante"...pero ¡ja! 

Sin embargo, yo tampoco podía decirle prácticamente a nadie una parte de las causas de mi decisión final de cambiar de residencia, de mi renuncia radical a mi querido piso y a mi manera de vivir: que tres niños indios entraron por la ventana de mi casa, en sueños, y me dijeron que, si no me marchaba de allí, lo lamentaría mucho, porque poco menos que el mundo se iba a volver del revés, y tal y como estaba situada yo, mal lo llevaba. Y es que claro, decir eso hubiera parecido el discurso de una loca. Lo comenté con alguna amistad más próxima, como quien cuenta con la boca pequeña una rareza, y me miraron con preocupación. Mis intereses por el mundo onírico y chamanístico empezaban a ser notados por mis amigas de entonces y no eran, precisamente, algo tranquilizador para ellas. Supongo que pensaron, lógicamente, que se me estaba yendo un poco la pinza con mi afición a observar y estudiar los sueños nocturnos…

Al cambiar de casa, sin embargo, la ominosa sensación de peligro se esfumó. Sentí que a pesar de que en apariencia había cometido una locura, había hecho lo correcto. La prioridad en mi misterioso camino era tener más tiempo para dedicarlo a lo nuevo, a estudiar aquello que tanta ilusión me hacía…y también liberarme como fuera de la esclavitud que supone tener que pagar un alquiler cada mes, más las facturas, porque necesitaba emplear toda mi energía en otras cosas. Qué cosas serían ésas, aún estaba por verse. En realidad, lo que requería toda mi energía personal era mi proceso interior, pero eso, yo, aún no lo sabía ver. Estaba muy dormida.

Sólo cuando en setiembre sucedió la catástrofe del 11-S volví a acordarme de la frase que repetía aquel niño: “Los coches se vuelven grises”. Y supe, o sentí, que aquellas escenas eran las que él veía con tanta insistencia, 6 meses antes. No se me había ocurrido en su momento pensar que el niño viera algo de EEUU, pero ahora le veía mucho sentido al hecho de que hubiera "pre-visto" algo así, pues ese era su propio país. 

 Pero entonces…¿eso me afectaba a mí, tal y como me pareció sentir en el sueño... o solo fue un malentendido por mi parte? Hoy pienso que lo que sucedió en el 11-S fue un síntima y también un detonante de una serie de enredos y cambios en todos los ámbitos, no sólo en el plano físico, cambios que continúan aún hoy. Y creo que, efectivamente, fue cierto que en aquel momento yo no estaba en buena posición vital ni contextual para vivirlos, viviendo como anteriormente hacía. La decisión que tomé me encaminó a mi propia cadena de cambios, y me condujo, con los años, a irme fuera de la ciudad, donde he podido tener una vida diferente. Hoy no soy capaz de imaginarme viviendo allí. Nunca he lamentado abandonar aquella vida, aquellos proyectos, y aquel lugar. He vivido mucho más intensa y profundamente después, sobretodo desde que me fui de la ciudad.


Y así fue como tres niños indios contribuyeron a dar un giro radical a mi vida, sin el cual...quién sabe hoy dónde estaría. Nunca más les he vuelto a ver, pero siempre habrá un rinconcito en mi corazón para ellos, y cuando alguna vez vienen a mi recuerdo, aun me pregunto con una sonrisa quiénes serían, y cómo es que aparecieron en mi casa de aquella manera. 

Misterios.