lunes, 9 de marzo de 2015

La ley del silencio social o familiar.

 
Ando reflexionando sobre la manera que tenemos de relacionarnos en esta sociedad, con tanta ocultación de las verdades íntimas, y cómo eso nos acarrea sufrimientos gratuitos que serían evitados si nuestros códigos de conducta fueran distintos.

Leí hace tiempo una entrevista a Sobonfu Somé, (abajo, en la foto) una maestra espiritual africana, en la que ésta hablaba sobre su sociedad tribal. En ella lo normal es compartir todas las preocupaciones y problemas, incluso o sobretodo las que aquí consideramos íntimas. Así, cuando una pareja se pelea, lleva sus asuntos al centro de la tribu y todos escuchan, opinan, ayudan... Porque se considera que el problema de uno, es de todos. No existen las cuestiones "aisladas". Del mismo modo, cuando una pareja se casa, allí todos se re-casan a su vez, volviendo a celebrar sus unión.


Aquello me llamó mucho la atención, porque me di cuenta de que nuestra manera de funcionar, que damos tan por sentada como si fuera lo mejor, lo ideal o incluso la ÚNICA forma de hacer las cosas, no es más que un producto cultural, y por lo tanto, no es inevitable. Puede que ni siquiera sea el mejor.

¿Qué acarrea nuestra forma de funcionar? Por ejemplo, si una pareja tiene conflictos, generalmente los oculta ante los demás. Se considera que contarle tus problemas de pareja a los otros miembros de la tribu o a los amigos comunes es una especie de traición al otro miembro de la pareja. Los maridos, pues, callan ante sus amistades comunes sus problemas reales con sus mujeres; y las mujeres los que tienen con sus maridos. 

Solo se rompe esta ley del silencio cuando la situación es tan sofocante para alguno de los 2, o para los 2, que generalmente ya es muy difícil de arreglar. Y de todos modos se rompe el silencio siempre con un sentimiento de que se hace algo que no está bien de cara al otro miembro de la pareja: hablar. Contar lo que duele de una relación, lo que no funciona.

En nuestra sociedad siempre se prefiere seguir aquel dicho de "los trapos sucios se lavan en casa", que resume una creencia muy arraigada: no se deben exponer los problemas íntimos ni relacionales. Uno debe apañárselas a solas con eso, porque la "norma" social dice que siempre es prioritario salvaguardar el "honor" o la buena imagen que del otro puedan tener, y además, se entiende por buena imagen no tener defectos. Como si esperáramos inconscientemente estar relacionándonos con dioses o diosas sin tacha y, al poner de relive las disfunciones, errores o vulnerabilidades de otras personas, obligara de inmediato a apedrearlos, darles la espalda o desdeñarlos como si fueran un fiasco. Cuando en realidad, no hay nada más natural que estar "a medias", es decir: en proceso de desarrollo, con algunos potenciales alcanzados y otros sin germinar; con virtudes ya actuando pero también con sombras, errores e ignorancia a tutiplén.

Todo este modo de pensar, este mito social acerca del encubrimiento de "la verdad" de los otros y de nuestras relaciones íntimas afecta no solo a parejas, sino a otros grados de parentesco y líos familiares. El resultado de esta "ley", aunque parezca bueno en algunos aspectos (nos otorga cierta tranquilidad, cierta sensación de "no pasa nada") es el aislamiento emocional de las personas cuando sufren, algo que es, de por sí, dañino. Si ya es triste y doloroso sufrir, peor me lo pones si te toca aislarte en ello porque vives en un lugar donde reina la ley del silencio o, como mucho, la de "Si me lo vas a contar, que sea en secreto y que nadie más lo oiga". Como si se fuera un delincuente por desahogar un dolor, una duda, un problema.

Pero otro efecto dañino de esta práctica social "ocultativa" es que, al desconocer las personas "de fuera" de una familia o de una pareja sus reales conflictos ocultos, generalmente meten la pata y dañan inadvertidamente a las personas que sufren. Dada la intensidad de la ley del silencio, desde fuera es muy, pero que muy difícil adivinar los resortes psicológicos que se esconden tras los rostros de amigos y familiares y los infiernos domésticos o interiores que algunos llevan a la espalda. Una cosa es conocerse y relacionarse cuando se vive de manera "independiente", y otra cuando uno empieza a entrar en esas leyes silenciosas, según las cuales "se debe" primero a la pareja, o la familia, y entonces deja de poder decir las cosas tal cual las siente; deja de mostrarse tal cual es; deja de actuar como lo haría si estuviera solo, expresando sin más lo que le pasa por dentro.

En estas condiciones, es muy, pero que muy fácil, que se haga daño por omisión, por ejemplo no ayudando en algunas cosas, al pensar que la otra persona tiene más fuerza y medios de los que realmente tiene, porque los apoyos externos que aparentemente se le suponen, no son tales. O también se puede dañar sin querer pero de manera activa: a veces uno actúa como un elefante en una cacharrería. Una agresión verbal "pequeña", que sería una tontería para alguien en una situación de fortaleza y emocionalidad saludable, se puede convertir en la nefasta gota final que derrama el vaso y lo convierte todo en insoportable, todo porque esa persona ya está muy socavada por dentro, pero desde fuera esto no es perceptible.

Se leen muchos artículos sobre maltrato familiar hacia niños, ancianos, parejas...Pero casi nadie parece percibir este aspecto de nuestro modo de relacionarnos como una de las causas fundamentales que prolongan el maltrato y el sufrimiento intrafamiliar. ¿Cómo se va a poder solucionar un problema que, de entrada, se tiende a ocultar? ¿Cómo van a romper la ley del silencio los niños, los ancianos, las parejas, los amigos...si pesa sobre ellos no sólo el miedo a represalias familiares o de pareja, sino también la sensación de que "decir", señalar a esa persona "tan maja y a la que todos quieren" no va a ser algo bien recibido de entrada, porque "los trapos sucios se hablan en casa, y está muy feo murmurar o criticar a otros a sus espaldas"? 

De acuerdo, no quiero hacerlo a sus espaldas, entonces decidme dónde lo hago, cómo lo hago, si sólo yo parezco ser la persona que siente necesidad de hablar acerca de esto. La cruda realidad es que no tenemos, como sociedad, mecanismos o espacios de diálogo y desahogo "seguros", terapéuticos incluso, que no pasen por crear grupos cerrados y casi clandestinos, en plan "alcohólicos anónimos", y eso cuando existen.

No voy a ser tan poco realista como para imaginar que nuestra sociedad pueda o quiera cambiar toda su cultura de la noche a la mañana y, por consiguiente, su manera oscurantista de funcionar en lo relativo a las relaciones íntimas y familiares. Pero sí pienso que es bueno generar conciencia sobre este handicap que tenemos y, teniéndolo en cuenta, adoptemos un "principio de prudencia" a la hora de relacionarnos. 

No estaría mal ser más consciente cada vez de que, de lo que vemos en el exterior o en las apariencias de una pareja o familia, no debemos fiarnos demasiado. Y no porque la apariencia de una pareja o familia sea necesariamente falsa, sino porque nunca es (en nuestra sociedad) más que un pedazo de una realidad mucho mayor, y generalmente lo que vemos es sólo la parte bonita o positiva (porque la ley del silencio exige mostrar solo lo que hace "quedar bien" al otro o a uno mismo)

Esta parte positiva, insisto, no tiene porqué ser mentira, pero desde luego no es todo lo que hay, y puede ser bastante contradictorio con lo que se oculta, ya que la parte difícil o menos "presentable" se suele esconder. Por eso, fiarse de lo que se ve implica interpretar de manera inexacta lo que hay y, en consecuencia, equivocarse muy fácilmente al opinar y actuar con los demás.

El principio de prudencia implica ser más suaves y cuidadosos en nuestro trato con los otros, y no precipitarse dando por sentado con qué fuerzas cuentan en su interior, o cómo son las cosas dentro de su casa o dormitorio. También implica no juzgar mal a alguien si finalmente se atreve a "hablar" de lo que sucede "de puertas adentro", pero también ser doblemente cuidadoso con la información recibida, tanto hacia el que habla como hacia el que calla y no se encuentra presente.

Finalmente, no estaría mal complementar el principio de prudencia con un principio de acogida respetuosa y silenciosa. Me refiero a acoger los conflictos ajenos si por casualidad una familia, pareja o cualquier persona opta por exponerlos y pedir ayuda para los mismos. Hay que romper tabús: escuchar, acoger e implicarse para ayudar a quien pide ayuda para conflictos relacionales no es ser "metomentodo" ni ir de "arreglavidas", ni "meterse a romper parejas o familias". Porque insisto: dado que la Ley del Silencio es muy fuerte, generalmente sólo se pide ayuda o se "grita" cuando la situación ya está muy deteriorada, y en ese contexto, si luego sucede una separación o una reordenación de relaciones, uno no rompe nada que ya no esté roto.

Es más: a menudo es muy difícil reunir fuerzas para hacer lo que se siente necesario. Separarse, o abordar un conflicto de manera terapéutica, o reubicarse, o decir "hasta aquí y basta", no son cosas fáciles ni sencillas cuando uno tiene ya las fuerzas muy minadas y vive el aislamiento social producto de la dichosa Ley del Silencio.

Ayudar, escuchar, acoger, es, sencillamente, vivir la faceta más empática, comunitaria y colaborativa del ser humano. Porque aquellos africanos tienen razón: es imposible no vernos afectados, de manera directa o indirecta, por los dolores y problemas que otras personas cercanas padecen. Pero es que además nunca son casos aislados. Lo que les sucede a unos surge de un patrón colectivo que manifiesta el mismo problema de diferentes maneras y en diferentes relaciones o familias.

En una sociedad donde se viviera un poco más La Unidad, los dramas íntimos no llegarían a los niveles que llegan en nuestro mundo. Pero mientras sigamos callando unos y otros, uno por respetar a su mujer, otro por respetar a su marido, otro por respetar a su padre o su abuelo, y otro por respetar a quien sea, seguiremos aislando a los que sufren, e incluso dañándolos sin querer. Porque pensábamos que iban a poder con las cosas pero, sencillamente, un día no pudieron más y entonces sucedió algo tremendo y nos quedamos espantados.

¿Qué sabemos de lo que viven los otros en su interior? ¿Qué sabemos de los infiernos domésticos? Nada, o casi nada. Las familias, desgraciadamente, actúan como pequeñas mafias donde hay capos y figuras intocables, los clanes forman estructuras jerárquicas más o menos inconscientes, y desde niños absorbemos este modo de funcionar, trasladándolo luego a las expectativas que tenemos sobre nuestras amistades, parejas, hijos, etcétera. No queremos la ley en la que supuestamente creemos (derechos humanos) en casa, sino "nuestra" ley mafiosa (Los trapos sucios lavándose de tapadillo, los crímenes escondiéndose, los micromaltratos o micro lo que sean guardaditos en momentos cotidianos sin testigos externos, etc)

Se hace imprescindible no juzgar a los demás, no interpretar, y tratarse con cuidado. O eso, o iniciar un cambio de mentalidad y de manera de funcionar enorme, un "destapamiento", una vuelta hacia la luz que, sinceramente, me temo que la mayor parte de la gente no quiere realizar. Y como esas liberaciones de sombras en público no se pueden forzar, nos sigue quedando tan sólo lo privado. Escuchar. Nos queda escuchar en intimidad, acogiendo y sin juzgar.

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