jueves, 19 de septiembre de 2013

Los hijos son como dardos de fuego que...El Hogar.


Hoy estoy poeta, tal vez porque llevo días con la energía de lo que yo llamo Gabriel (angel) muy presente. Así que empiezo citando esta maravilla de Khalil Gibran. No es el poema completo, sino solo las dos estrofas que más me impactaron cuando las leí por primera vez. (Subrrayo en negrita la frase que hoy usaré para decir algo más sobre la crianza):

"Tus hijos no son tus hijos
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti
y aunque estén contigo
¡no te pertenecen! (...)"



"(...) Tú eres el arco desde el cual, tus hijos
como flechas vivas son lanzados.
El Arquero ve el blanco en la senda del infinito 
y os doblega con Su poder 
para que Su flecha vaya veloz y lejana. 
Dejad, alegremente, que la mano del Arquero os doblegue. 
Porque, así como Él ama la flecha que vuela, 
así ama también el arco, que es estable."

Bello, ¿verdad? Pues bien, el símil que se forma, en mi mente, cuando pienso en lo que nos suele suceder gracias o desgracias a la crianza y "educaciones" recibidas, es justamente el del arco o cerbatana que dispara un dardo. Un dardo de fuego, un dardo que arde. Su origen es el fuego celeste (el arder infinito y eterno del Ser, de la divinidad, de Lo Uno) y su destino es la vida material que conocemos. El arder de ese fuego se manifiesta en nuestro mundo oculto en un cuerpo de carne y hueso. Nuestros hijos, al ser concebidos, son casi completamente de "fuego". Fuego vital, pasión total, anhelo de vida entusiasta, voluntad absoluta de Ser con mayúsculas.

Luego...sucede lo que sucede. Que los dardos de fuego pierden gran parte de su fuego debido a la fricción del aire y del resto de los elementos que, en el mundo natural, oponen una resistencia igualmente natural a su paso. Tal y como una flecha ardiente pierde parte de su fuego al cruzar un espacio, los hijos pierden parte de su "arder" debido a las limitaciones naturales e inevitables que implica nacer y crecer en un mundo material igualmente limitado, con unas leyes físicas concretas, etc.

Sin embargo, este apagamiento no es nada irremediable, ni supone un "daño". En nuestro centro del ser siempre permanece una brasa, un rescoldo. Más tarde, una vez que la flecha alcanza su objetivo "en la vida", una vez que nos sentimos en "nuestro lugar" o realizando algo que nos apasiona, podemos vivir una reanimación de esas brasas, las cuales pueden volver arder tanto o más que al principio. Podemos incluso convertirnos en inmensas hogueras, iluminando y calentando el mundo alrededor con nuestra pasión, con nuestro fuego vital.

Así que, cuando me refiero a los "bebés fantasma" que mencioné en la anterior entrada, no estoy diciendo que toda limitación inherente al nacer y crecer sea "dañina", ni que el ideal sea conseguir, para los niños, una vida sin límites ni friccion es de algún tipo, pues la materia los tiene y los vivirán sí o sí. El problema, el daño, viene cuando, por decirlo de alguna manera, los adultos que ven llegar ese dardo ardiente de fuego hacia ellos se dedican a intentar apagarlo. Porque piensan que el fuego es malo, o peligroso. O porque les da miedo que otro fueguecito recién llegado quite importancia al suyo, al de los adultos.

Sí, existe miedo al fuego, miedo a la vitalidad pura, ardiente, entusiasta y sin límites internos de los bebés y los niños. Esto se traduce en intentos constantes de apagamiento de su pasión, porque se relaciona a un niño modosito, quieto y silencioso, con un "buen niño". Cuando, en realidad, el fuego vital en estado puro no siempre es precisamente pasivo, sino creador. Y mucho. No es posible sofocar la "movilidad" y "bullicio" de los niños sin intentar -inconscientemente- apagar esas llamas con las que arden. Pero claro, si aparte de la fricción natural de los elementos, nos dedicamos a echar agua o tierra al "dardo" ardiente, mal asunto. ¿Cómo va a reavivarse, en un futuro? No será imposible, pero, para ser sinceros, le va a costar mucho.

Fuegos muertos. Tenemos un mundo lleno de fuegos muertos, y ésos son los bebés fantasma a los que me refería. Son los espectros del fuego vital sofocado, negado, reprimido por padres o adultos que no supieron acoger en sus días aquel dardo ardiente. Les dio demasiado miedo. Ya no recordaban lo que era el fuego vivo, el eterno arder del ser, ni sabían cómo manejarlo. ASí que, ante la duda, mejor apagarlo.
(A la izda., imagen de Sandra Bierman)

Los padres y madres que conozcan al fuego vivo y lo amen, esos acogerán los dardos que el Ardiente Ser les lanza. Y los protegerán, cuidando que permanezcan en un espacio o entorno que no los sofoque, resguardándolos de las lluvias, o de los vendavales. Crearán un hogar donde el fueguecito tenga su lugar y sea alimentado y preservado en su justa medida, sin sobre exponerlo y sin tampoco explotarlo, usándolo para otros fines interesados (Ya se sabe lo rico que puede ser un fuego para las apetencias egoístas de otros). Esperando que llegue el tiempo adecuado para que ese fueguecito pueda desarrollarse y andar su destino, creando su propia hoguera, su propio mundo, su propio hogar...eligiendo, en definitiva, cómo y dónde arder en el mundo.

¡Qué diferente es esto de los padres que apagan fuegos, o de aquellos que, peor aún, los usan como servidores para satisfacer de sus propias apetencias, o los venden a terceros! No crean un hogar, sino un cementerio, o un mercado. Un lugar de esclavitud. El hogar, el verdadero hogar...¿quién lo podrá vivir? Afortunado será.

1 comentario:

  1. Muy hermoso. Los hijos son una bendición, vienen a enseñarnos muchas cosas y a demostrarnos que el amor por el otro puede ser superior a tu propia estima. Pero no hay que olvidar nunca esa gran verdad, los hijos no nos pertenecen, ellos son seres individuales que deben vivir su propia vida, sus propias experiencias, sus deseos, sus ilusiones...y debemos dejarles libertad para decidir sus destinos...AMAR no es atar, no es obligar...es respetar y saber liberar.

    ResponderEliminar