lunes, 21 de octubre de 2013

Sentir a los demás.

(Arriba, pintura de  Susannah Martin)

Hoy voy a hacer un ejercicio de predominio del hemisferio izquierdo, para hablar de un tema muy particular que está asociado con las últimas entradas: la capacidad de empatizar o resonar con lo ajeno.

Nuestra mente adulta está, la mayor parte de las veces, ya muy condicionada por una educación individualista, según la cual somos afectados exclusivamente por lo que nos sucede "a nosotros" y lo demás, ni nos incumbe, ni debe hacerlo.
Por esa razón, cuando ocasionalmente algún adulto admite "sentir" emociones debidas a traumas o sufrimientos ajenos, se levantan en el ambiente las voces de juicio o censura. A esa persona se le aconseja, una y otra vez, que no se "abra" tanto, que no "sienta" tanto, que no "coja" en su ser las emanaciones psíquicas de los demás, porque eso -se argumenta- no sirve para nada.

Esta argumentación es, curiosamente, inexistente cuando un adulto admite alegrarse con el que rie, o contagiarse del buen humor de otros. Cuando esto sucede, nadie corre a decirle lo malo que es "sentir" lo ajeno, ni a sugerirle que debería "cerrarse más, protegerse más", ni tampoco hay alusiones a lo "inútil" de sentir las emociones psíquicas de los demás.

Nadie parece advertir la paradoja existente entre estas reacciones tan comunes que se dan cuando alguien "resuena" con lo llamado "ajeno". No obstante, a poco que uno observe el asunto con mente fresca y objetiva, se puede dar cuenta de que es imposible estar "abierto" y "cerrado" al mismo tiempo. Si te cierras e hiper proteges para no empatizar con los posibles dolores o sufrimientos ajenos, tampoco te va a ser posible sentir las partes bellas o agradables del mundo de la energía emocional. En otras palabras, si te aislas, lo haces en muchos sentidos. Puedes aceptar con tu mente racional y selectiva sólo unas expresiones emocionales de los demás (como la risa o la alegría) y, después, permitirte a ti mismo expresar lo mismo cuando veas a los demás sonreír. Pero eso no es lo mismo que sentir de veras al otro totalmente, con su alegría incluida.

Por poner un ejemplo, no puedes vestirte con un traje aislante y pretender sentir lo que tu entorno retransmite. Enguantado hasta las cejas, no notarás el agua, pero tampoco la brisa, ni posiblemente los olores. Solo te quedará la vista, con lo cual habrás, de acuerdo, seleccionado un estímulo frente a los demás, pero desde luego no podrás decir de tí mismo que estás viviendo con todos tus sentidos, plenamente. No, porque has seleccionado y restringido mucho tu sensibilidad. Con lo cual, tampoco es justo ni sensato decir que esa es la "buena" manera de ser y de moverse por el mundo. Tal vez sea una manera eficaz y sabia en determinados entornos altamente tóxicos (como quien se viste con un traje especial para ir a un entorno radioactivo o envenenado) pero uno debe ser consciente de lo que está haciendo y llamar a las cosas por su nombre.

Así pues, en lugar de reñir a las personas adultas que, despertando su sensibilidad dormida, confiesan sentir "lo ajeno", atribuyendo esa cualidad a una debilidad de su carácter, lo que se debería hacer es decir: Sí, esa es la verdadera e ideal manera de ser. Sentir lo que experimentan los demás es la verdadera condición humana, lo que sucede es que, dado que por x circunstancias (complejas de resumir ahora) vivimos en entornos psíquicos altamente contaminados, es útil saber enfundarse y desenfundarse un "traje" psíquico de protección o selección, de manera que podamos movernos en la vida sin vernos constantemente avasallados por determinadas masas emocionales que, en caso contrario, nos dificultarían mucho la objetividad e incluso la acción. Ahora bien, usar habitualmente un "traje" de estos tiene un precio, porque suprime mucha información que nos sería útil recibir. Con lo cual lo ideal es buscar momentos y lugares completamente seguros en los que podérnoslo quitar para, así, SER en plenitud y desnudez totales. Sólo en ese estado de Ser, somos capaces de percibir del TODO y, por lo tanto, recibir información del entorno que, en un estado "acorchado" o "protegido" no recibiríamos.

Esa es la realidad, pues: quien despierta su sensibilidad, vive etapas en las que se siente sobrepasado por la información que le llega del entorno psíquico que habita. Y eso es natural. Estamos diseñados para vivir en comunidad, de manera gregaria y plenamente vinculados entre nosotros. El ser humano ha vivido en tribus durante cientos de miles de años, y durante mucho tiempo, sentir lo que hoy llamamos "ajeno" no era un handicap, sino, por el contrario, un plus, algo que facilitaba la supervivencia grupal e individual.  La razón es tan simple como que la capacidad de resonar y sentir a los demás es una barrera natural contra la crueldad. ¡Y una comunidad sin crueldad es algo muy deseable y bueno para todos! Sin embargo, y a medida que el ser humano ha ido perdiendo este rasgo de su humanidad "natural", le ha sido más fácil infligir dolor a los demás seres, y de esa manera las sociedades han ido enfermando, sobrecargándose de dolores y desequilibrios.

No podemos imaginar lo que es vivir siendo plenamente "sintientes", plenamente DESNUDOS, abiertos, desprotegidos ante las emanaciones del entorno, porque llevamos toda una vida aprendiendo a blindarnos y, además, los referentes humanos más cercanos (con los cuales nos identificamos, o de los cuales aprendimos de niños) nos han retransmitido el modo "blindado" de ser como algo ideal y perfecto. La emocionalidad ha sido muy perseguida, muy denostada, acusada de hacer funcionar mal a la "cabeza", única reina de la "creación". El resultado de esta visión de las cosas, sin embargo, está a la vista: tenemos en las manos un planeta biológicamente muy deteriorado debido a la acumulación de decisiones humanas insensatas, carentes precisamente de resonancia y empatía hacia otros seres vivos (humanos o no). La "razón" desligada del resto del ser nos ha hecho creer espejismos, pero una cabeza desconectada del corazón crea siempre monstruosidades. Sentir no es malo, ni mucho menos sentir el sufrimiento de los demás. ¡Es...al CONTRARIO!

Algunos seres humanos célebres que consiguieron "ser plenamente sintientes" (en otras palabras, ser plenamente HUMANOS) como Buda o Jesucristo, señalaron el camino del pleno sentimiento, el camino de la compasión (sentir con-) y, en definitiva, de la APERTURA a las emociones "ajenas". Pero incluso muchas personas que se dicen sus seguidoras no terminan de asumir el referente como válido. Lo relegan a un segundo plano. Lo que hicieron Buda o Jesucristo era válido para ellos, pero no para los demás, vulgares "seres humanos" que no podemos llegar a su altura. Esta creencia contradice las propias palabras de Buda o Jesucristo, que alentaron a los demás a seguir su mismo camino, pero da igual: el olvido de nuestra humanidad genuina es tan grande que, en cuanto surge un humano que siente más que la media, los demás corren a señalar su emocionalidad como si fuera patológica, algo que hay que frenar y curar, en lugar de encauzarlo y aprender a vivir con ello.

Dejando a un lado el asunto religioso, la ciencia actual empieza a hablar de las neuronas espejo, y sugiere que todos tenemos la capacidad, perfectamente natural e integrada en nuestro sistema nervioso, de sentir lo que otros sienten y, más interesante aún, de "imitarlo" de manera INSTINTIVA (e involuntaria) para "acoplarnos" de algún modo al sentir e incluso al PENSAR del otro. La neuropediatría afirma que es de este modo que los niños aprenden de sus mayores: utilizan las neuronas espejo y, con ellas, se conectan al sentir/pensar de sus padres o educadores, imitándoles, regulando sus emociones para que se asemejen a las de sus cuidadores y, armonizados de ese modo, vincularse con ellos.

(A la izda. pintura de Vadim Chazov)

Y es que un niño busca siempre, de manera instintiva, COMUNICARSE, sentirse acompañado. Necesita sentirse sentido por los mayores, pero también sentirlos a ellos. Sólo de ese modo logra dar sentido a la vida y esquivar una sensación de absurdo e impredecibilidad que, en caso de producirse de manera excesiva o muy recurrente, le impediría desarrollarse, aprender. De hecho, ¡ningún ser vivo puede aprender de un modelo o referente incoherente o impredecible! Cierta impredecibilidad existe, y está bien asumirla, pero necesitamos vivirla en una dosis justa, sobretodo cuando somos niños, ya que de otro modo no podemos elaborar patrones, ni imitar comportamientos de manera reiterada hasta "lograr" realizarlos. ¡No hay nada que atemorice más a un niño que no saber si podrá contar con la presencia de uno de sus cuidadores, por ejemplo!

Pero las implicaciones de todo esto están lejos de ser comprendidas: ¿Qué sucede realmente con el sentir de los niños? Si su manera de percibir el entorno y de resonar con las emociones ajenas está, todavía, en estado bruto e indomesticado, es decir, si todavía no se han individualizado como los adultos, ¿hasta dónde llega su percepción? ¿Son tan "felices" - impasibles e ignorantes de lo ajeno- como siempre se ha creído? ¿Cuál es, pero de verdad, su umbral de sensibilidad? ¿Qué percibe un niño del entorno que le rodea? Los científicos aún se lo están preguntando, siguen recabando datos. Yo tengo mis propias percepciones al respecto, (percepciones, éstas, desde el hemisferio derecho) pero de ello seguiré hablando en la próxima entrada...

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