martes, 25 de marzo de 2014

Tribu y Territorio, un sueño muy lejano.

(Arriba, fotografía de Jimmy Nelson)

Llevo más de 10 años estudiando el asunto de las personas que, como yo, quieren o han querido dejar las ciudades para irse a vivir al campo, ya sea en casas aisladas, inmersos en pueblos o incluso en las llamadas ecoaldeas. Todo se detonó cuando hice mi primer Camino de Santiago (en el año 1999) No sabía bien qué clase de experiencia esperaba vivir, pero ya por aquel entonces había empezado a intentar seguir, deliberadamente, mi instinto animal, deseosa de integrarlo más en mi ser, tan intelectualizado en aquella época. Y mi instinto me pedía andar, echarme al monte.

Y fue curioso, pero lo de andar sin  tregua por entornos mucho más naturales que mi gran ciudad, durante días, mirando al horizonte, me enganchó y me transformó por completo. En su día no supe explicar porqué, y asumí el evento casi como algo mágico. Mi sensación era la de haber recordado quién era yo. El primer día, recuerdo que entré en una especie de éxtasis y, llegando a unos altos, bajo un cielo azul limpio (no como el de mi ciudad) con esponjosa, inmensas y recortadas nubes blancas, rodeada de páramos solitarios, solté la mochila y casi me puse a bailar de felicidad. Me cayeron lágrimas de alegría, ¡me sentía tan bien! Y no paraba de preguntarme: ¿Cómo he podido olvidar esto? ¿Cómo he podido olvidarme de quién era yo?

Resultó que aquel paraje se encontraba en tierra leonesa, donde yo pasé la mayor parte de mi infancia, así que luego interpreté que lo que me pasaba era que estaba conectando con sensaciones infantiles olvidadas: el olor de la tierra y de las hierbas locales, el color brillante y limpio del cielo, la anchura del horizonte...Incluso el viento fresco que azotaba mi rostro, todo era tan...de mi infancia, que pensé que el paisaje era el que me había facilitado esa sensación de recordar quién era.

Sin embargo, a copia de repetir sucesivos Caminos de Santiago, y de realizar, luego, otros viajes y excursiones por muchos otros lugares, me he ido dando cuenta de que, aunque es innegable que los paisajes de mi infancia tienen mayor facilidad para conectarme con algo profundo de mi misma, no tienen la exclusiva para detonar ese recuerdo de identidad tan especial que sentí en aquel primer Camino de Santiago. Recuerdo, por ejemplo, el aluvión emocional que sentí hace un par de años en Liébana, Picos de Europa, contemplando el cresterío de picos desde la ermita de San Miguel. Fue una de esas ocasiones en las que sentí que estaba recuperando algo perdido de mi ser. Una parte de mi identidad profunda emergía con fuerza, y ésta tenía que ver con la admiración de la belleza natural y la necesidad de tenerla cerca. Tuve la incomprensible sensación (irracional, quiero decir) de que una parte de mí vivía languideciendo y a medio gas en paisajes, no diré feos, pero carentes de fuerza "natural", léase salvaje, intocada. Y que algo en mí necesitaba eso, y si pudiera tenerlo cerca...yo sería muy distinta, y mi vida entera rebrotaría con fuerza, como si a una planta de montaña la trasladas desde su maceta urbana al nicho ecológico donde su naturaleza le pide estar.

Bueno, ha habido otras ocasiones, otros lugares que han detonado impulsos completamente irracionales y animales en mi ser, todos ellos absolutamente llenos de vida e intensidad. Y al final, en estos meses de reflexión , llego a la conclusión de que me equivoqué aquella primera vez en el Camino de Santiago. La sensación de recordar quién era no tenía tanto que ver con el hecho de estar otra vez en tierra leonesa, sino con el hecho de ....ANDAR, como nómada, durante horas, días, semanas...Y claro, ahora lo veo obvio. De haber sido "sólo" la tierra leonesa quien pudiera detonar, en mí, el recuerdo de eso tan indescriptible como "sentir mi verdadera identidad", lo hubiera experimentado también en otros viajes que había hecho, en coche, por esos lugares. Viajes en los que disfruté, sí, pero en los que no viví , ni de lejos, la enorme transformación que me produjo caminar. El ser humano fue nómada o seminómada durante decenas de miles de años. ¿Cómo podría sernos indiferente, entonces, vivir sentados o vivir andando?

Pero no ha sido hasta que me convertí en madre que he reparado en esto del posible recuerdo genético o evolutivo que todos, hipotéticamente, tenemos dentro. Fue intentando entender mejor las demandas y llantos de mi hijo que dí con el libro "El Concepto del Continuum", de Jean Liedloff, y ahí encontré la primera pista sobre estas teorías que afirman que, puesto que el ser humano ha vivido cientos de miles de años siendo seminómada y organizándose en una tribu pequeña, y puesto que la evolución no es tan rápida como están siendo nuestros cambios en el modo de vida, naceríamos aún programados (o adaptados) a una serie de expectativas y necesidades, digamos, naturales, como la que plantea Jean Liedloff: ser llevado en brazos durante meses, casi todo el tiempo.

La reveladora pista de este libro, sin embargo, contuvo para mí un poso final de amargura. A fuerza de ir observando a mi hijo, que por aquel entonces tenía sólo dos años, comprendí que las madres que intentaran satisfacer las necesidades supuestamente "naturales" y puras de sus hijos, para que no sufrieran con el shock de encontrarse con un entorno y unos cuidados tan alejados de lo que su naturaleza instintiva les pide, estaban atrapadas en un callejón sin salida. Porque el asunto no se reduce, ni se puede reducir, a portear. Ser llevado en brazosy tomar el pecho no es, ni de lejos, todo lo que un bebé o un niño pequeño necesita para que su crianza sea, digamos, más "natural". En realidad, un niño pequeño reclama todo el modo de vida remotamente ancestral, antiguo, y...no se lo podemos dar, porque sencillamente, nosotras mismas no estamos ahí.

Peleándome con mi hijo porque insistía en dejar la manguera del agua abierta todo el rato (era verano, y le fascinaba regar el patio de casa), intenté conectar con lo que él sentía para convencerlo de cerrar el grifo (ya que el agua se pagaba cara allí donde vivíamos, y lo consideraba un desperdicio)
Y entonces comprendí que, desde su punto de vista, la contemplación absorta, indefinida en el tiempo, y sin medida, de los elementos naturales "libres" era una necesidad. Una verdadera necesidad. Claro, el ser humano ha vivido durante cientos de miles de años inmerso en la naturaleza, y nada ha impedido a los bebés y a los niños, durante esos milenios, quedarse absortos contemplando un reguero que corre, o una fuente. Explícale, ahora, a un niño de corta edad que el agua "es cara" o que "hay poca y se gasta". ¿Cómo lo va a entender? Le es imposible, porque él sólo siente lo que siente (necesidad de ver correr el agua) y ve lo que ve: que del grifo sale agua como si fuera una fuente. Conceptos tan sofisticados como "dinero" no entran en su cabeza, ni puede entender que esa agua se gaste, si no tiene modo de ver, también, el tamaño o volumen del agua disponible, como sucedería de manera fácil si viera una pequeña laguna o charca, en la cual se pudiera percibir que el agua es limitada. En otras palabras, para entender nuestro mundo necesitamos de un cerebro capaz de realizar infinidad de abstracciones, pero esa capacidad cerebral (dependiente del neocórtex) sólo está disponible a partir de cierta edad, y de hecho los científicos actuales afirman que no se completa hasta la adolescencia. ¡Como para pedirle a un bebé que entienda!

Todo aquello del grifo me hizo caer en la cuenta de que la mayor parte de angustias, preocupaciones y riñas que yo tenía con mi hijo, y conmigo la inmensa mayoría de madres del mundo civilizado, giraban entorno a cuestiones similares. Pero éstas no tendrían lugar en un entorno al que los niños estuvieran mucho más adaptados, y que concordara más con su naturaleza. Es más: intuí que la experiencia de criar, que tantos dolorosos esfuerzos me estaba costando, no tendría porqué ser tan "sacrificada" ni sufriente como la de tantas mujeres actuales que viven confinadas en pisos o casas, alejadas de lo que sería un entorno "natural" de criar. ¡Incluso podria resultar que la maternidad supusiera mucha más felicidad!

Eso sí,  algo positivo hubo en esta toma de consciencia. Mi sentimiento de culpa por no estar sintiendo toda esa dosis de felicidad que, hipotéticamente, se supone que deberías vivir cuando cuidas de un niño, se esfumó al entender lo mediatizada que estaba mi experiencia por lo social. Y lo muy escasa de "culpa" que estaba mi pequeña persona. Yo era como una madre animal enjaulada. Como cualquier hembra de zoo, hacía lo que podía pero no se me daba excepcionalmente bien, que digamos. Porque incluso adquiriendo, a copia de un gran esfuerzo de investigación personal, el conocimiento intelectual de que otra maternidad es posible, no sabía o no podía materialmente realizarla, al estar fuera del contexto adecuado para ello.

Los bebés y niños pequeños nos muestran a qué estamos adaptados porque no han vivido aún la adaptación a la "cautividad" y a los entornos artificiales donde tantas cosas no se pueden tocar, tantas actividades no deben hacerse, y tantos peligros incomprensibles les acechan (electricidad, alturas, cristales, químicos de uso doméstico, electrodomésticos, coches, etc) Nos puede parecer que un niño primitivo estaría rodeado de peligros, y no diré que no, pero un niño actual está rodeado de mayores peligros aún. Lo que pasa es que lo contenemos y cercamos mucho mas, para que no se dañe.

Si uno observa bien, verá que a los niños se les dice que no prácticamente a todo, porque en los pisos y en las ciudades, realmente es muy poco lo que, de lo que querrían hacer (porque sienten el impulso natural de ello) pueden hacer. Así las cosas, resulta triste que el lugar al que muchos niños se acaban adaptando es el sofá y las pantallas de tv o juegos, o a actividades permanentemente controladas a toque de silbato (adulto) únicas acciones que teóricamente los mantienen alejados de todos los otros peligros, y con las cuales "no molestan" al resto de adultos. Es que por no poder, no pueden ni salir solos de casa, porque en una ciudad esto no es posible.

En cambio, los niños que vivían en pequeñas tribus de gente familiar y en viviendas pequeñas, a pie de tierra, y sin puertas peligrosas o herméticamente cerradas, entraban y salían de los espacios a placer, y gritaban y hacían ruido y corrían todo lo que querían y más, sin que molestaran a nadie porque oye, ancho es el mundo, espacio abierto y libre hay, y el griterío infantil, cuando no está todo el rato pegado a tu oreja, es muy agradable de oir. ¿Peligros? Sí, pero mucho más fáciles de aprender y de entender. Cosas del tipo "esto no se come", "el fuego quema" o "no provoques a los animales". Al lado de eso, la sofisticada peligrosidad de nuestro mundo es tremenda. ¡Y luego dicen que hay que poner límites a los niños! Yo siempre pienso, cuando leo consejos así: ¿Más limites aún? ¡Pero si ya tienen demasiados!

Fue una época triste para mí, aquella, porque perdí la esperanza de poderle dar a mi hijo la mejor experiencia de infancia, según mi criterio y sentido ético. Pues, aunque sabía cuál era ésta, no estaba en mis manos la capacidad de dársela, porque yo era un animal enjaulado más, limitado y además aislado. No vivía en tribu. Pasaba muchas horas a solas con mi hijo, en aquel patio... El no tenía compañeros de juego (por desgracia, además, los niños de aquel pueblo no fueron muy amigables con él), pero es que encima lo que él quería, lógicamente según su "memoria evolutiva", era estar a la sombra, ver el agua correr y, como mucho, regar con ella las plantas. No cruzar todo el pueblo para ir a un parque forrado con placas de caucho, sin arena ni hierbas, para ponerse a jugar con objetos metálicos extraños que se supone que son para jugar, pero que no le atraían ni la mitad que lo que estaba en su territorio, pegado a su casa: el agua, las piedras, la tierra, las hojas verdes de las plantas...

Por esa razón, me rendí y cedí. Dejé de reñirle por "malgastar" el agua y dejé de insistir para llevarlo al dichoso parque. Hice la vista gorda y me amoldé a las tardes en el patio. Me leía un libro mientras mi hijo pasaba horas muertas mojándose y mirando fascinado los hilos de agua esparcirse por la tierra hasta que salían las lombrices a pedir socorro. Eso sí, le puse un control y un tope al caudal de la manguera. Me daba tanta pena que mi hijo no tuviera lo que verdaderamente necesitaba, que por eso le concedí el sucedáneo, aún sabiendo que nos costaría un extra de dinero pagar la factura de agua del mes de agosto (y así fue, pero mira, más me hubiera gastado en pagar un viaje de fin de semana para que viera correr el agua libre en otra parte) En cuanto a educarle en el concepto "dinero" y "las cosas cuestan y se gastan", los dos años no son edad cerebral para intentar inculcar algo tan complejo. Para qué machacarle con ideas para él absurdas. Para que decirle "el agua es cara". Lo único que hubiera conseguido sería que él respondiera a mi enfado con miedo o con ira, perpetuando nuestro tira y afloja. Y tal vez en algún momento aflojaría, todo por verme contenta y ahorrarse el mal rato. Pero su necesidad atávica, genética incluso, de ver el agua correr en libertad quedaría insatisfecha, y mi frustración como madre sería el doble de la que ya era.

Así que me he ido convirtiendo en una madre "blanda", incomprensiblemente blanda para la mentalidad general. Pero es porque cada veo más nuestra situación de animales enjaulados y desnaturalizados, y no quiero sumar a mi hijo más represiones de sus necesidades naturales de las que ya acumula, porque son muchas. Pienso que a medida que crezca, le iré explicando las cosas, y que entenderlas entonces (su cerebro, más maduro, razonará mejor) le permitirá asumir sin tanta violencia interna la realidad y adaptarse a ella de otra manera. Porque claro, se adaptará como todos a lo que tenga, y esto no tiene vuelta de hoja. Pero hay modos y modos de adaptarse, y prefiero que lo haga desde más madurez mental, no cediendo por fastidio o por miedo a mi reprimenda o enfado, o con castigos, sino creciendo, entendiendo. Hoy, por ejemplo, ya empieza a controlar el tema del dinero. La vieja afición a ver el agua correr la sigue teniendo, pero ya no lo hace abriendo el grifo en casa, sino deteniéndose en la calle a ver correr el agua en la cuneta, cuando llueve, o -cuando vivimos en un pueblo- mirando los regueros, etc.

El tema de la maternidad, en este sentido, es y puede ser revelador en cuanto a que observar a un niño nos da muchas pistas acerca de nuestra naturaleza instintiva, y por lo tanto nos revela gran parte de nuestras verdaderas necesidades. Ahora bien, esto no es un asunto, en absoluto, que ataña exclusivamente a las madres. Porque los que leemos esto somos todos hijos de la humanidad civilizada, y por lo tanto hemos vivido una cantidad enorme de carencias en la infancia que han surgido no sólo de la limitación de nuestras respectivas madres y la artificialidad del entorno en el que nos hemos criado, sino también de la ausencia de esa "tribu" a la que el ser humano continúa estando adaptado, y que, con su instinto, sigue buscando cuando le falta. Porque la necesita.

Así que nuestra necesidad para ser humanos plenamente "naturales"se resumiría, según mi perspectiva, en dos cosas: tribu y territorio. Pienso que necesitamos, para desarrollar plenamente nuestro potencial, la vivencia profunda de los lazos tribales humanos, y la vivencia de estar de manera más o menos "libre" y satisfactoria en un paisaje del que podamos sentirnos parte. Porque esa es y ha sido otra necesidad humana natural, la pertenencia a un paisaje al que sentimos nuestra casa o territorio, pero al que también nos sentimos pertenecer. Esta necesidad o expectativa puede ser rastreada en nuestros más inexplicables sentimientos, y también cuando escuchamos el relato de tantos miembros de las últimas tribus primitivas que afirman que su identidad se liga a su paisaje, del cual se sienten no sólo habitantes, sino incluso guardianes.

Es tan distinta esta manera de pensar y de vivir a la que actualmente abunda más en nuestro mundo, que no es de extrañar que, cuando las primeras oleadas de hijos de la civilización han querido volver a la naturaleza, siguiendo su instinto animal y humano, han padecido toda clase de dificultades, físicas y psíquicas. Porque el conflicto es tremendo. Me siento capaz de decir que estamos ante un choque de civilizaciones o de mundos, pero éste acontece sobretodo en nuestro interior. Por eso, y en mi opinión, sólo se podrán resolver las dificultades existentes en la búsqueda de tribu y territorio que esas personas realizan (entre las que me incluyo) enfocando la vertiente mental, psicológica y emocional del asunto. Porque las dificultades prácticas, que son muchas ciertamente, no se pueden enfocar adecuadamente si carecemos de la comprensión de qué es lo que las provoca. Y resulta que lo que las provoca son, básicamente, ideas. Nuestras ideas, o las ideas de nuestra sociedad. Sea como sea, sólo con nuevas ideas podremos sortear las ideas obstaculizantes, propias o ajenas, con lo cual el trabajo que ahora mismo me veo por delante es, básicamente, mental.

Y es que además, como todos estamos privados de bastante libertad, y como no vivimos aún, ninguno, en un medio suficientemente "natural" (la mayoria carecemos de tribu, o de territorio, o incluso de ambas cosas a la vez), sufrimos una cantidad de tensiones, bloqueos y conflictos interiores nada despreciable. Y a los animales enjaulados, recordémoslo, no se les da muy bien salir adelante. Mayormente se deprimen o se atacan entre sí.  Por eso deberíamos esperar sobretodo estas dos actitudes en todos nosotros cuando nos sentimos mal, aunque estén enmascaradas tras muchas otras teorías o explicaciones en las que, en nuestro intento desesperado por adaptarnos a nuestro medio, hemos convertido nuestros sentimientos e impulsos reales. Decimos que nos pasa esto o aquello, pero no suele ser cierto. Lo que nos pasa es distinto y bastante más profundo, sólo que no siempre sabemos verlo porque no tenemos con qué contrastar. Jean Liedloff vivió su particular revelación acerca de la crianza de bebés sólo porque pudo estar con tribus amazónicas. De haber vivido siempre en el mundo civilizado, su neocórtex la hubiera ayudado a elaborar otra teoría más sobre el difícil (!) carácter infantil, y quién sabe si hubiera creado nuevas maneras de intentar domesticarlo.

Porque en definitiva, de eso se trata: de que nos han domesticado mucho desde niños para lograr nuestra adaptación a una sociedad híper normativizada, cuando en realidad el ser humano tal vez no sea tan doméstico, ni necesite de tantas normas. Algunas sí, pero los extremos a los que ahora se llega son tremendos. En definitiva, el ser humano tal vez no necesite tanta represión y tanta adaptación a un medio que, de todos modos ¡ni siquiera es sostenible en términos naturales, o ecológicos, y terminará cambiando un dia u otro...!

Tal vez sólo creemos que "necesitamos" tratarnos mutuamente así, y educarnos así, porque es la única manera en la que hemos aprendido a sobrevivir enjaulados y sobredomesticados. Porque, o se ponen muchas normas en la jaula, o nos matamos demasiado rápido, o nos zampamos a la autoridad que usa a ratos el látigo, y a ratos nos da de comer. Pero si viviéramos de otra manera, no diré cien por cien libres, pero sí menos recortados como cuadrados para encajar en cajas, tal vez las cosas serían muy distintas. Nos bastaría correr monte a través para disipar el mal humor, nos bastaría con tantas cosas que no tenemos (aire puro, agua libre, amplitud y tiempo y vínculos de afecto mas sanos y seguros) para sentirnos simplemente bien. Pero como le hemos dado la vuelta a la tortilla, lo sencillo y natural es un lujo que hoy solo está al alcance de muy pocos.

¿Conseguirán reconquistar esa "vida natural humana" las oleadas de nuevos "colonos" que, partiendo desde las ciudades, intentan deshacer el rumbo que siguieron sus padres, sus abuelos o sus ancestros, para regresar al campo? Y me incluyo en esa pregunta, y digo: no lo sé. Empiezo a considerar en serio la idea de que personalmente tal vez no lo logre. De que a lo mejor somos como una manada gigantesca de animales que se empiezan a poner en marcha para cruzar la sabana, pero que van aturdidos, no hay entre ellos líderes naturales que conozcan el terreno, los efectos de la domesticación aún colean en su interior, y se mueven de manera errática, a trompicones, buscando sin cesar un camino, pero sin acertar siempre. Viéndolo así, desde la perspectiva animal, me empieza a parecer muy claro que no vamos a llegar todos, ni de chiste. Pero es que tal vez la mentalidad individualista, el preocuparse pensando en lograrlo "uno mismo", sea una de las cosas que por necesidad se va a perder en el camino. Porque, punto número uno, ningún animal gregario sobrevive a solas demasiado tiempo. Punto número dos, para la manada, lo importante es que llegue la manada o la especie. No un individuo en concreto.

Así que estoy pensando, estos días, que tal vez la obsesión o angustia por lograr "yo misma" la hazaña de experimentar la fusión de tribu y territorio, ha sido el peor obstáculo de mi camino. Me ha impedido vivir los episodios de este inmenso éxodo humano que, como a cuentagotas, y desde muchas partes del mundo civilizado, se está produciendo. Me he preocupado de "llegar" enseguida a algo que tal vez no será posible (ni para mí, y tal vez ni siquiera para mi generación) experimentar en vida.

¿Qué nos ha hecho pensar que podríamos lograrlo en pocos años, cuando se trata de deshacer un condicionamiento secular? Somos animales enjaulados por generaciones y por esa misma razón, nos hemos adaptado en parte a la jaula (no del todo, de ahí que aun pulsa la rebeldía de querer volver a la libertad). Y esta adaptación puede hacer que nos sintamos atrapados en el entorno natural si las circunstancias no son propicias. La pobreza, el no llegar a fin de mes, la carencia de vínculos amistosos fuertes en pueblos donde se te considera un extraño, todo eso incide en nuestro instinto animal generándonos sensaciones de alerta y hostilidad que pueden detonar de nuevo la vieja respuesta dual del cerebro primitivo: ataca o huye, agresividad o depresión. Con lo cual ¡estamos igual que al principio! Nuestra mente, en ese éxodo, es confrontada con paradojas tremendas, y no es sencillo resolverlas.

Pensémoslo. No contamos con ninguna ayuda externa que trabaje en pro de la reiserción del ser humano en su "medio" (ja y ja, qué chiste). Ningún etólogo humano nos va a ayudar a realizar el éxodo. Hay fundaciones para reinsentar animales cautivos a su medio natural, ero no ara reinsertar al ser humano al medio natural, porque no hay conciencia de nuestra oculta angustia como especie, ni de que necesitemos liberarnos así. Se enseña, más bien, que la libertad verdadera es adaptarse a la jaula, trascender las limitaciones físicas, evadirse con la mente de lo que sentimos en nuestros cuerpos, en nuestro sexto sentido animal, cuando dice "huye, aquí no se puede vivir bien".

No hay ningún "medio" esperándonos con los brazos abiertos, ni ningún experto zoólogo cuidando de enseñarnos cómo sobrevivir en el campo o en los pueblos, ni física ni psicológicamente. Somos como tigres criados en cautividad que intentan abrirse paso por la jungla del asfalto, atravesando carreteras, alambradas y cultivos masificados, todo con tal de llegar a ese lugar que nuestro instinto animal siente en su interior que existe, o que tendría que existir, y en el cual sentirá plenamente bien.  Pero toda una sociedad tira en contra y empuja en otra dirección. No sólo no te ayuda nadie, sino que encima la propia manera en que está organizado todo el sistema económico te intenta devolver a la jaula. Y para más inri, no hay casi "medio" natural al que regresar. Casi todo está privatizado, medido, ocupado. Si ya es difícil reunirse con personas afines para crear tribu, más lo es "hacerse" con un territorio, encontrar un lugar en el que encajar mínimamente sin ser hostilizado, expulsado o ignorado.

Espero no parecer pesimista si digo que siento que este reto, este desafío, sólo algunos lo conseguirán. Pero... Por otra parte, ¿como especie, podemos negar lo que somos y dejar de intentarlo? Aún asumiendo la tremenda dificultad de realizar algo así, pienso y siento que, para algunos, intentarlo es irrenunciable. Si no has sentido todo esto, casi te diría que mejor para tí, porque vas a vivir más adaptado, y te ahorrarás muchas dificultades. Ahora bien, si ya has sentido en tus entrañas el grito, el impulso, no vas a tener vuelta atrás. Sólo con drogas, placebos o sucedáneos se puede dormir a la fiera que siente el llamado del monte y de la tribu y atontarla, despistarla para que se siga conformando con su cubículo gris y aislado.

Y todas estas reflexiones las comparto porque opino que, ya que tantos quieren intentar esta hazaña, mejor será emprenderla cuanto más preparados mejor. Mentalmente, quiero decir. Y por eso me sale decir: Si vas a intentar huir de la ciudad, antes debes saber unas cuantas cosas. Por ejemplo, que van a intentar devolverte a la jaula. Que tendrás que ser más prudente que nunca. Y que el territorio que ansías está, probablemente, mucho más lejos, en el tiempo y en el espacio, de lo que ahora te sientes en condiciones de aceptar.

Así que esto va a poner a prueba tu astucia pero también tu perseverancia. Piensa...y persiste. Pero si ni así lo logras, que sepas que al menos viviste tu naturalidad, y que no fuiste menos persona ni menos cuerdo por haberlo intentado. Al contrario. Por último, considera que tal vez el logro sea algo del colectivo. Tal vez tus acciones impulsen o ayuden a otros, como los gestos de un antílope más de la manada que por sí solo no alcanza nada, e incluso tal vez perezca en algún ataque de depredadores, pero que contribuye, uniéndose a la sinergia grupal de la humanidad, a que algunos lleguen... ¡algún día! Y así los antílopes que languidecían encerrados en fincas puedan volver a vivir, aunque sea fugazmente, una experiencia de vida en plenitud.

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